miércoles, mayo 11, 2011

Prólogo de “El frasquito”



      Transcurre el año 1977 y trabajo en una librería de la calle Corrientes. A partir de este momento los acontecimientos parecen precipitarse y cada hecho se desencadena como respondiendo a una lógica fantástica. Los nombres y los libros que aquí irán apareciendo comienzan a formar parte de una circulación extraña.
      Acaba de entrar a la librería Cecilia Absatz que viene a regalarme su libro Feiguele, que acaba de aparecer. Nunca nos hemos visto antes, pero al recibirlo tengo ganas de regalarle un libro mío. Me acerco a una de las mesas y tomo un ejemplar de Brillos. Esas manos de mujer casi reducidas a unos guantes verdes, la boca roja de la fiera borrosamente abierta que ilustra la tapa, parecen salir de ella para entrar decididamente en la anécdota.
      Aunque Cecilia me agradece el regalo, me dice que en realidad le interesa leer El frasquito. Por estos años, el libro -como tantos otros- ha comenzado a circular de manera casi secreta, y no por razones de venta ha desaparecido misteriosamente de exhibición en las librerías. Mezclado oscuramente con las tribulaciones de Justine y de Grushenka, aparece en los lugares mas insólitos. Se habla de que El fiord ha sucumbido en un improvisado Farenheit.
      Yo mismo lo he guardado en un estante que lo oculta a las miradas indiscretas, pero en este momento decido sacar un ejemplar y entregarlo a quien me lo ha pedido. No siempre el cazador oculto guarda las formas de ese libro maravilloso, a veces suele metamorfosearse hasta aparecer transformado en una señora respetable, surgida de entre los otros compradores que hay en el local. Exhibe un carnet en que puede leerse que pertenece al comité de moralidad de la Municipalidad, trabajadora "ad-honorem" vía liga de madres de familia me exige, ante la sorpresa de Cecilia y la mía, que le entregue El frasquito. "¡Hace meses que lo estoy buscando!", exclama. Le informo que el libro no está a la venta, que es de mi propiedad personal y que lo estoy regalando. Indignada, me responde que si está en el negocio debo entregárselo. Ante una nueva negativa de mi parte, profiere una amenaza que alcanza para convencerme cuando puedo entender claramente que está dispuesta a llamar a la fuerza pública para lograr su cometido.
      La situación no deja de tener algo de ridículo y de patético. Hasta este momento ella ignora que soy yo quien ha escrito el libro. Intentando apelar a la persuasión le repito que lo estoy regalando. Esta vez es definitiva: "Buena porquería regala ".
      Acto seguido labra un acta de infracción por tener un libro de exhibición prohibida: Monte de Venus, de Reina Roffé. Y me recuerda, de manera recriminatoria, la necesidad de leer todos los días el boletín municipal para estar al tanto de las prohibiciones. Mientras tanto, sigue ignorando que yo me he convertido, y no por la fatalidad, en el personaje de Stevenson, en ese Dr. Jekyll, y no por haber ingerido el contenido de El frasquito sino por haberlo escrito.
      Ante mi insistente requerimiento sobre el destino que le aguarda al libro, la inspectora no hace más que contestar de manera automática: "Pregúntele a Medina". Se refiere, sin duda, al autor de Las tumbas uno de los escritores que más ha sido objeto de censura. Por estos tiempos, creo que se trata de Sólo ángeles. La imaginación de la mujer llega al límite de lo creíble al expresarme que Enrique Medina se dedicó en ese momento a escribir libros para niños sólo para engañar a la comisión de censura y también a ella (Graciosamente, años después alguien acusa indirectamente a Medina -y a los escritores en general de autocensurarse, justamente a él que tenía varios libros prohibidos. Por supuesto que no se trata de elevar una prohibición a una categoria estética, sino de describir los efectos reales de una prohibición. También es cierto que esto último al transformarse en un valor delimita lugares arbitrarios: prohibido - no prohibido, haciendo de la transgresión otra moral.)
      A esta altura de los acontecimientos, la mujer me sigue respondiendo de manera sistemática: "Pregúntele a Medina". Es tal vez por escuchar que cada libro tiene un autor, que me decido a decirle que soy el autor del mencionado El frasquito, el infrascripto. A lo que ella contesta, sin titubear: "Buena porquería escribió". Seguramente que la anécdota, vista a la distancia, resulta nimia, tan nimia como esa inspectora de provincia, pero no era nimio, sin embargo, el hecho de que tuviera poder y era difícil sustraerse a los efectos de una amenaza real como lo que significa apelar a las fuerzas del orden. En ese momento, recordé una frase: "La única pasión de mi vida ha sido el miedo", pero en este destino sudamericano el miedo no es una pasión. La máquina del terror hizo sentir sus efectos directamente sobre los cuerpos.
      El asunto es que como último recurso para eludir la prohibición, acudo a la comparación entre los dos libros que tengo en mano. En nombre de una apelación a la buena letra le sugiero que lea cómo ha cambiado mi estilo de un libro a otro. En un rapto de buena voluntad, la mujer toma Brillos y al azar abre una de sus páginas. Con voz firme lee la siguiente frase: "El tigre Millán tiene marcas en la cara ". Deja de leer, me mira a los ojos y dice: "Usted es un degenerado". Esta vez se trata de un juicio estético pero dirigido a mi persona. Por supuesto que no son épocas para ganar un juicio sino más bien para perderlo. La mujer ya ha labrado el acta de infracción, ha conseguido el ejemplar, ya ha hecho su trabajo. Le pido que se vaya.
      Pasados algunos días La Razón (que poco después del golpe militar había reproducido una elogiosa nota sobre Brillos -aparecida en un diario de México- con el rimbombante y coyuntural título de Brillos Argentinos) publicaba la información por la cual la Secretaría de Comunicaciones prohibía la circulación por los servicios postales de El frasquito y la de la revista de historietas Killing y la sensacionalista Casos. La noticia estaba extractada del decreto municipal del 24 de enero de 1977, calificando el libro de inmoral, por lo cual no podía ser exhibido, circular o estar en depósito en ningún local o librería sin correr el riesgo de ser retirado por la fuerza pública.
      La prohibición de este libro forma parte de la historia de una censura que por sus actos tuvo efectos virtuales y reales. La anécdota de su prohibición parece pertenecer, en cambio, al campo de la ficción; al menos, ese es el sentimiento que me produjo volver a recordarla. Que haya sucedido de la manera que la relaté confirma que la historia suele sobrepasar los límites de la pesadilla.
      A casi quince años de su escritura el libro sigue permaneciendo, al menos para su autor, intacto en su estilo. Una puntuación jadeante, una sintaxis violentada, un peso exacto de las palabras.
      A más de diez años de su publicación -acaecida en los ardores contestatarios previos a la elección de 1973- me viene a la memoria el comentario de Oscar Masotta después de leer el libro: su sorpresa de no encontrar ahí nada reivindicatorio.
      Hoy, que descreo de una literatura maldita que encuentra su razón de ser en la intencionalidad, pienso que la historia de este libro tiene que ver con el lugar en que sus propias palabras lo han situado.
      La anécdota sólo adquiere su valor por su lugar de prueba. Si la economía de la escritura no ha logrado borrar cierta "subjetividad " del relato es simplemente por una cuestión de estilo.
      Una cuestión de estilo que se fue imponiendo en mis libros posteriores. Creo que una frase que debo a la amistad es la que mejor ha definido esa mitología personal: la nostalgia de un lujo que nunca existió.
     Luis Gusmán
Enero de 1984

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