domingo, marzo 31, 2013

El crítico artista: Segunda parte de Oscar Wilde

Con algunas observaciones sobre la importancia de que todo merece ser discutido.

Los mismos personajes y escena.

ERNEST.- Los hortelanos me parecen deliciosos y el chambertín, perfecto. Pero ahora vayamos de nuevo a nuestro discutido tema. ¿En qué punto nos detuvimos?
GILBERT.- ¡Ah! ¿De veras le apetece? La conversación debe abarcar todos los puntos y no concentrarse en algo tan concreto. Hablemos de La indignación moral, sus causas y su tratamiento, tema sobre el cual pienso escribir. O de La supervivencia de Tersites, tal como nos la revelan los diarios cómicos ingleses, o podemos conversar sobre muchos otros temas.
ERNEST.- De ninguna manera; deseo discutir sobre el crítico y la crítica. Según usted, la crítica elevada trata al Arte como un medio de impresión, y no de expresión, y que por consiguiente, resulta creadora e independiente a la vez; es, en suma, un arte por sí misma, un arte que tiene la misma relación con la obra creadora que ésta con el mundo visible de la forma y del color o con el mundo invisible del pensamiento y de la pasión. Entonces, respóndame: ¿en ocasiones, no será el crítico un intérprete de verdad?
GILBERT.- Desde luego; puede serlo cuando le plazca. Puede pasar de su impresión sintética y de conjunto de una obra en particular a un análisis o una exposición de la obra misma, y en esta esfera inferior, como ya he demostrado, hay muchas cosas deliciosas que decir y que hacer. Su finalidad, sin embargo, no será siempre la de explicar la obra de arte. Intentará más bien concentrar su misterio, levantar alrededor de ella y de su autor esa niebla prodigiosa, dilecta de los dioses y de sus adoradores también. Las gentes vulgares se sienten "increíblemente cómodas en Sión". Pretenden pasearse del brazo de los poetas y tienen un modo dulzón y necio de decir: "¿De qué sirve conocer lo que se ha escrito sobre Shakespeare y Milton? Leamos sus obras y sus poemas y será suficiente." Pero apreciar a Milton, como observaba el último rector de Lincoln, es la recompensa de una profunda erudición. I' quien desee comprender realmente a Shakespeare, debe comprender primero las relaciones que tuvo él con el Renacimiento y la Reforma, con el siglo de Isabel y con el de Jacobo; debe serle familiar la historia de la lucha entre las viejas formas clásicas y el nuevo espíritu romántico, entre la escuela de Sidney ", de Daniel de Johnson y las de Marlowe y del hijo de éste, más grande que el propio Shakespeare; debe conocer los materiales de que disponía Shakespeare y su manera de utilizarlos, las condiciones de las representaciones teatrales en los siglos XVI y XVII, las ventajas o los obstáculos que aquéllas ofrecían en cuanto a libertad; la crítica literaria del tiempo de Shakespeare, sus fines, sus maneras y sus reglas; debe estudiar la lengua inglesa en su progreso y el verso libre y rimado en sus diversas evoluciones; tiene que estudiar el drama griego y la relación que guardan el arte del creador de Agamenón y el del creador de Macbeth; en resumidas cuentas: deberá ser capaz de relacionar el Londres isabelino con la Atenas de Pericles y deducir el lugar que ocupó en realidad Shakespeare en la historia del drama a escala europea y también universal. El crítico será realmente un intérprete, pero no tratará el arte corno una esfinge, expresándose a través de enigmas, y cuyo fútil secreto puede adivinar y revelar un hombre con los pies heridos y que desconoce hasta su nombre; le considerará más bien como una divinidad, y su misión será la de hacer más profundo su misterio y más maravillosa su majestad. Y entonces, querido amigo, sucede esto tan extraño: el crítico será realmente un intérprete, pero no en el sentido de repetir bajo otra forma un mensaje confiado a sus labios; porque así como el arte de un país adquiere, solamente por contacto con el arte de países extranjeros, esa vida propia e independiente que llamamos nacionalidad, de igual manera, por una curiosa inversión, sólo intensificando su propia personalidad, el crítico puede interpretar la personalidad artística de los demás, y cuanto más entra la suya en la interpretación, más verosímil, satisfactoria, convincente y auténtica resulta dicha interpretación.
ERNEST.- Pues yo pensaba que su personalidad suponía un filtro perturbador de su creación.
GILBERT.- En absoluto; es, al contrario, un elemento revelador. Si uno tiene la intención de comprender a los demás, debe antes intensificar su propia personalidad.
ERNEST.- ¿Y cuáles son los resultados?
GILBERT.- Eso se lo demostraré mediante ejemplos concretos. A mí me parece que en primer lugar, el crítico literario figura, como quien posee el horizonte más amplio, la visión más abierta y los materiales más nobles posibles; pero cada arte tiene su crítico, que, por decirlo de algún modo, tiene asignado. El actor es el crítico del drama. Muestra la obra del poeta de una forma nueva y conforme a un método especial. Se adueña de la palabra escrita y su modo de representar; su gesto y su voz se convierten en medios de revelación. El cantante o el tocador de laúd y de viola es el crítico de la música. El grabador de un cuadro despoja a la pintura de su brillante colorido, pero nos muestra, con el empleo de una nueva materia, las auténticas calidades de sus tonalidades, sus matices y sus valores, las relaciones de sus masas, y llega a ser así, a su manera, un crítico, porque el crítico es el que nos muestra una obra de arte bajo una forma distinta de la de la obra misma, y el empleo de nuevos materiales constituye un elemento tanto de crítica como de creación. La escultura también tiene un crítico adjudicado, que puede ser o un cincelador de piedras finas, como en tiempos de los griegos, o algún pintor que, como Mantegna, quiso reproducir sobre el lienzo la belleza de la línea plástica y la sinfónico majestad de su cortejo en bajorrelieve. Y en el caso de todos esos críticos de arte creadores, la personalidad es absolutamente esencial a toda interpretación exacta. Pocas cosas hay más claras. Cuando Rubinstein ejecuta la Sonata apassionata, de Beethoven, nos da no sólo a Beethoven, sino también a él mismo, y así nos da a Beethoven de un modo completo, reinterpretado por una rica naturaleza artística, vivificado y espléndido, gracias a una nueva e intensa personalidad. Cuando un gran actor representa obras de Shakespeare, pasamos por idéntica experiencia. Su individualidad se convierte en una parte esencial de la interpretación. Se dice a veces que los actores nos presentan unos Hamlets suyos y no de Shakespeare, y este error (porque lo es) ha sido repetido, siento decirlo, por ese encantador y gracioso escritor que ha abandonado recientemente el tumulto de la literatura por la calma de la Cámara de los Comunes; me refiero al autor de Obiter Dicta. En realidad, el Hamlet de Shakespeare no existe. Si Hamlet posee un carácter, propio de una obra de arte, posee a la vez toda la oscuridad propia de la vida. Hay tantos Hamlets como melancolías, en este mundo.
ERNEST.- ¿Hamlets y melancolías existen en igual número?
GILBERT.- Sí. Y de la misma manera que el arte nace de la personalidad, a ella sólo puede ser revelado, y de este encuentro nace la verdadera crítica interpretativa.
ERNEST.- Así que el crítico, visto como intérprete, ¿da y presta proporcionalmente a lo que recibe y pide?
GILBERT.- Sabrá adaptar la obra de arte que interpreta a cada época, nos recordará constantemente que las obras de arte maestras son entes con vida, e incluso los únicos entes vivos de verdad. Lo sentirá tan intensamente, que, sin duda, a medida que progrese la civilización y que estemos organizados más elevadamente, lo más escogido de cada época, los espíritus críticos y cautos se interesarán cada vez menos por la vida real e intentarán obtener impresiones de aquello que haya sido tocado por el Arte anteriormente. Porque la vida es terriblemente defectuosa desde el punto de vista de la forma; sus catástrofes hieren injustamente y sin motivos. Hay un error grotesco en sus comedias, y sus tragedias tienden a la farsa. Uno resulta herido al acercárselo. Todo dura: para siempre, demasiado tiempo, o no lo suficiente.
ERNEST.- ¡Mísera vida! ¡Mísera vida humana! Entonces, ¿no se siente usted conmovido por esas lágrimas que, según el poeta romano, forman parte de la esencia misma?
GILBERT.- Lo que realmente temo es que me conmuevan demasiado. Porque cuando se contempla retrospectivamente una vida que fue en su momento muy intensa, llena de frescas emociones, que conoció tales goces y tales éxitos, todo eso parece no ser más que un sueño, un espejismo. ¿Cuáles son las cosas irreales, sino las pasiones que nos abrasaron en otro tiempo como fuego? ¿Qué son las cosas increíbles sino aquellas en las que creímos fervientemente? ¿Qué son las cosas inverosímiles sino aquellas que hicimos? No, querido amigo; la vida nos engaña con sombras como un manipulador de marionetas. Le pedimos placer. Y ella nos lo da, añadiéndole, a guisa de cortejo, la amargura y el desengaño. Sentimos alguna noble pena que creemos va a prestar a nuestros días la purpúrea solemnidad de la tragedia; pero se aleja de nosotros y la sustituyen cosas menos nobles y nos encontramos en alguna gris y vacía aurora o en una velada silenciosa, contemplando con un asombro insensible, con un triste corazón de piedra, ¡aquella trenza dorada que con tanto frenesí besamos en el pasado!
ERNEST.- Entonces, ¿estás diciendo que la vida es una estafa?
GILBERT.- Artísticamente, totalmente. Y la razón principal de esto es la que da a la vida su sórdida seguridad: el hecho de que no pueda experimentarse nunca por dos veces la misma emoción. ¡Qué diferente el mundo del arte! Detrás de usted, querido amigo, en un estante de esa librería, puede ver La Divina Comedia. Sé que si abro ese volumen por cierto lugar odiaré ferozmente a alguien que no me ha ofendido jamás, o amaré con adoración a alguien a quien no veré nunca. No existe ningún estado de ánimo, ninguna pasión que el Arte no pueda expresarnos, y aquellos de nosotros que han descubierto su secreto pueden hacer constar por anticipado los resultados de sus experiencias. Podemos elegir nuestro día y señalar nuestra hora. Podemos decirnos: "Mañana, al rayar el alba, nos pasearemos con el grave Virgilio por el sombrío valle de la muerte." Y, en efecto, el amanecer nos sorprende en el bosque oscuro, junto al poeta de Mantua. Franqueada la puerta de la leyenda, fatal a la esperanza, contemplamos con alegría o tristeza el horror de otro mundo. Los hipócritas pasan con caras pintadas y cogullas de plomo dorado. Por entre los vientos que sin cesar los arrastran, los lascivos nos miran, y vemos a los herejes desgarrando carnes y al glotón castigado por su propia gula. Rompemos ramas secas del árbol que hay en el bosquecillo de las arpías, y cada rama, venenosa y de tono lívido, mana ante nuestros ojos una sangre roja mientras lanza estridentes chillidos. Ulises nos habla por un cuerno de fuego, y en el momento en que el gran Gibelino se incorpora en su ataúd de llamas, el orgullo que triunfa de la tortura de ese lecho se hace nuestro por un instante. Por el aire agitado y rojo vuelan los que mancharon el mundo con la belleza de sus pecados, y enfermo, ignominioso, hidrópico, con el cuerpo hinchado, semejante a un monstruoso laúd, yace, Adán de Brescia, el falsario, suplicándonos que escuchemos sus lamentos. Paramos, y con sus labios secos y entreabiertos nos cuenta cómo sueña, día y noche, con arroyos de agua clara que corren por las verdes colinas de Casente. Sinón, el griego mentiroso de Troya, sigue burlándose de él. Le pega en la cara y discuten. Fascinados ante su oprobio, paramos al lado, hasta que Virgilio nos reprende y nos aparta de la escena, llevándonos a la ciudad de unos gigantes guarnecidos de torres, donde el gran Nemrod sopla en su cuerno. Nos esperan aventuras terribles y nos dirigimos hacia ellas bajo la túnica de Dante y con su propio corazón. Después de cruzar los pantanos del Estigia, Argenti nada hasta la barca por entre olas fangosas. Nos llama y no le escuchamos. Sentimos alegría al verle tan agónico, y Virgilio nos alaba por nuestro amargo desdén. Pisamos el helado cristal del Cocito, donde se encuentran sumergidos los traidores, formando pajas del mismo cristal. Nuestro pie tropieza con la cabeza de Bocco. No nos dice su nombre y arrancamos puñados de pelos de su cabeza, que sigue aullando. Alberico nos pide de rodillas que rompamos el hielo que cubre su cara, a fin de que pueda llorar un poco, y así desahogarse. Nosotros se lo prometemos; y cuando ha terminado su doloroso relato, faltamos a nuestra palabra y lo abandonamos; tal crueldad es cortés, porque ¡no hay nadie más vil que el que siente misericordia por un condenado de Dios! En las mandíbulas de Lucifer vemos al hombre que vendió a Cristo, y en ellas también a los hombres que asesinaron a César. Y salimos temblando, para contemplar de nuevo las estrellas. En el Purgatorio el aire es más libre, y la sagrada montaña se levanta en la pura luz del día. Allí está la paz para nosotros, y para aquellos que moraron una temporada hay también allí paz, aunque pasen ante nosotros Madonna Pía, pálida por el veneno de las Maremmas, e Ismena, envuelta aún por la tristeza de la tierra. Una tras otra, las sombras nos hacen compartir su arrepentimiento o su alegría. Aquel a quien el duelo de su vida enseñó a beber el dulce ajenjo del dolor, nos habla de Nella, rezando en su lecho solitario, y de labios de Buonconte escuchamos cómo una sola lágrima puede salvar del demonio a un pecador moribundo. Sordello, aquel noble y desdeñoso lombardo, nos mira desde lejos semejante a un león echado. Al saber que Virgilio es uno de los ciudadanos de Mantua, se arroja a su cuello, y cuando reconoce en él al cantor de Rotna cae ante sus pies. En aquel valle, cuya hierba y cuyas flores son más bellas que la esmeralda hendida y la madera de Oriente, y más brillantes que la grana y la plata, cantan aquellos que fueron reyes en el mundo; pero los labios de Rodolfo de Habsburgo no se conmueven al escuchar la melodía de los otros, mientras Felipe de Francia se golpea el pecho, y Enrique de Inglaterra, sentado, se encuentra solo. Seguimos subiendo aquella infinita escalera maravillosa y las estrellas se agrandan, el canto de los reyes languidece y llegamos por fin a los siete árboles dorados y al jardín del Paraíso terrenal. En un carro arrastrado por un grifo, aparece alguien con la frente coronada de laurel, alguien velado de blanco, atablado con un manto de color verde y un vestido rojo intenso. La antigua llama se despierta en nosotros. Nuestra sangre corre a gran velocidad por pulsaciones terribles. La reconocemos. Se trata de Beatriz, la mujer adorada. El hielo que envolvía nuestro corazón se quiebra. Derramamos lágrimas de angustia y caemos con la frente sobre la tierra, porque sabemos que hemos pecado. Una vez purificados, después de haber hecho penitencia, beber en la fuente del Leteo, y bañarnos en la de Eunoe, la dueña y señora de nuestra alma nos eleva hacia el Paraíso Celestial. Desde esa eterna perla, que no es otra que la luna, el rostro de Piccarda Donati se vuelve hacia nosotros. Su belleza nos turba un instante, y cuando, como una cosa que cae a través del agua, desaparece ella, seguimos mirando y rastreamos su paso con ardiente mirada. El dulce planeta Venus está repleto de amantes. Cunizza, la hermana de Ezzelin la dueña del corazón de Sordello, está allí, y Folco, el cantor apasionado de la Provenza, a quien su dolor por la bella Azalais impulsó a abandonar el mundo, y la cortesana cananea, cuya alma fue la primera rescatada por Cristo. Joaquín de Flore habita en el Sol, y también en el Sol, Tomás de Aquino narra la historia de San Francisco, y Buenaventura, la historia de Santo Domingo. A través de los rubíes llameantes de Marte se acerca a Cacciaguida. Cuenta la historia de la flecha que dispara el arco del desterrado, el sabor salado que tiene el pan ajeno y lo costosas que son de subir las escaleras de una casa que no es la propia. En Saturno, las almas no cantan, y ni siquiera la que nos hace guía osa sonreír. En una escala dorada, las llamas se levantan y caen. Y, finalmente, contemplamos la gloria de la Rosa Mística. Beatriz fija sus ojos en la faz de Dios para no apartarlos de ella nunca más. Nos conceden la visión bienaventurada; conocemos ese Amor que mueve al sol y al resto de estrellas. Sí; podemos retrasar la Tierra unas seiscientas vueltas y formar un todo con el gran florentino, quedarnos de rodillas en el mismo altar, compartiendo su éxtasis y también su desprecio. Y sí, cansados de la antigüedad, sentimos el deseo de comprender nuestra época en toda su laxitud y en todo su pecado, ¿no hay libros capaces de hacernos vivir en una hora más que la vida en veinte años de penas y miserias? Al alcance de la mano tiene usted un pequeño volumen encuadernado en piel verde Nilo, sembrado de nenúfares dorados y curtido en duro marfil. Era el libro predilecto de Gautier, la obra maestra de Baudelaire. Ábralo usted en ese Madrigal triste, que así dice:
¿Qué me importa que seas discreta? Sé bella y sé triste... y usted se sentirá adorador de la tristeza como no lo fue nun¬ca de la alegría. Continúe en el poema del hombre que se tortura a sí mismo, deje que su música sutil se deslice en su ce¬rebro, coloreando sus pensamientos, y será usted por un momento semejante al autor de esos versos, no sólo por un mo¬mento, sino durante muchas noches en claro, a la luz de la luna, y durante días y días estériles y sin sol, una desesperación que no es la suya vivirá en usted y la miseria de otro le roerá el corazón. Lea todo el libro, deje que revele a su alma uno solo de sus secretos, y su alma sentirá ansias de saber más y se ali¬mentará de miel envenenada y querrá arrepentirse de extraños crímenes que no cometió y expiar terribles placeres que no ha conocido jamás. Y luego, cuando esté usted hastiado de esas flores del mal, vuélvase hacia las flores que crecen en el jardín de Perdita y mójese la frente calenturienta en sus cálices hú¬medos de rocío, y que su gracia adorable cure y reanime su alma. O despierte de su tumba olvidada a Meleagro, el dulce sitio, y pida al amante de Heliodora que ejecute alguna mú¬sica, porque él posee también flores en su canto, rojos capullos de granadas, lirios con aroma a mirra, narcisos, jacintos azul oscuro y mejoranas y sinuosos ojos de buey. Le era grato ese olor que al anochecer baja de los campos de habas y también el oloroso nardo sirio y el fresco y verde tomillo y las encan¬tadoras campanillas. Los pies de su amada, al pasear por el jardín, eran como lirios sobre lirios; sus labios eran más suaves que los pétalos de las adormideras soporíferas, más suaves que las violetas e igual de perfumados. El azafrán color de llama subía por la hierba para mirarla. Para ella, el frágil narciso re¬cogía la fresca lluvia, y por ella las anémonas se olvidaban de los vientos de Sicilia que las acariciaban. Y ni el narciso, ni la anémona, ni el azafrán la igualaban en belleza. Cosa extraña este traspaso de emociones. Nosotros sufrimos con la misma intensidad que el poeta y el cantor nos transmite su dolor. Labios muertos nos envían su mensaje y corazones deshechos en polvo pueden contagiarnos su goce. Corremos a besar la boca sangrienta de Fantina y seguimos a Manon Lescaut por todo el Universo. Por fin es nuestra la locura amorosa del Ti¬río y el terror de Orestes. No hay pasión que no podamos sentir ni placeres que no podamos gozar y podemos escoger el momento de nuestra iniciación y también el de nuestra li¬bertad. ¡La Vida! ¡La Vida! No recurramos a la vida para triunfar. Viene limitada por las circunstancias, no es lógica en su expresión y carece de esa delicada armonía entre la forma y el espíritu, que tan sólo puede satisfacer a un temperamento creativo y crítico. Hace que paguemos sus mercancías muy caras y compramos el más ínfimo de sus secretos a un precio astronómico y totalmente irrazonable.
ERNEST.- Entonces, ¿tenemos que recurrir al arte para cual¬quier cosa?
GILBERT.- En todo momento y para todo, porque el Arte jamás nos liará daño. Las lágrimas que vertemos en el teatro re¬presentan, típicamente, las emociones exquisitas y estériles que el arte tiene por misión despertar. Lloramos, pero no nos sentimos heridos. Nos afligimos, pero no es amarga nues¬tra pena. En la vida real del hombre, el dolor, como dice Spinoza en algún sitio, es un paso hacia una perfección menor. Pero el dolor que nos produce el arte nos purifica y nos incita, si me está permitido citar una vez más al gran crítico de arte de los griegos. Por medio del arte y sólo por él podemos lograr nuestra perfección; el arte y solamente el arte nos preserva de los peligros sórdidos de la existencia real. Y esto se debe no sólo a que nada de lo que puede imaginarse es digno de ser realizado (y todo es imaginable), sino también a esa sutil ley que limita las fuerzas emotivas y las fuerzas físicas en extensión y en energía. Podemos sentir hasta cier¬to grado y nada más. ¿Y qué nos importan en el fondo los placeres con que la vida nos tienta o los dolores con que in¬tenta aniquilar nuestra alma, si el verdadero secreto de la alegría se halla en contemplar las vidas de aquellos que jamás existieron, y que si llora es por la muerte de seres que, como Cordelia y la hija de Brabancio, viven eternamente?
ERNEST.- Espera. Creo que todo lo que usted acaba de decir, querido Gilbert, es inmoral.
GILBERT.- El arte siempre es inmoral.
ERNEST.- ¿Siempre?
GILBERT.- Sí. Porque la emoción por la emoción es la verda¬dera finalidad del arte, y la emoción por la acción es la fi¬nalidad de la vida, y de esta organización tan sumamente práctica de la vida que llamamos sociedad. La sociedad, que es principio y base de la moral, existe simplemente para concentrar la energía humana. Y, al fin de asegurar su propia continuación y una estabilidad, exige de cada uno de noso¬tros, con indudable justicia, que contribuya con alguna labor productiva al bien público y que trabaje de forma forzada para que se realice la tarea cotidiana. La sociedad perdona casi siempre al criminal; pero jamás al soñador. Las bellas emociones estériles que el arte despierta en nosotros son aborrecibles a sus ojos, y ese horrible ideal social domina con su tiranía tan por completo a las gentes, que con el mayor descaro se acercan a uno en exposiciones privadas y en pú¬blicos, preguntando con voz estentórea: "¿Qué está usted haciendo?", la única pregunta que debiera estarle permitida a un ser civilizado es: "¿Qué piensa usted?" Las intenciones de esas personas tan ejemplares, son buenas, sin duda. Quizá por eso mismo son tan insoportables. Pero alguien debiera enseñarles que si la sociedad es del parecer que la contem¬plación es el peor de los pecados, para las personas más cultas e instruidas es la única ocupación digna del ser humano.
ERNEST.- ¿Ha dicho la contemplación?
GILBERT.- Sí; eso mismo. Ya le he dicho hace poco que era mucho más difícil hablar de algo que hacerlo. Permítame decirle ahora que no hacer absolutamente nada es lo más difícil del mundo, lo más difícil y lo más intelectual. Para Platón, apasionado de la sabiduría, esa era la más noble forma de la energía. Para Aristóteles, apasionado de la cien¬cia, era también la forma más noble de la energía. A ella llevó, por su propio anhelo su santidad, al santo y al místico de la Edad Media.
ERNEST.- Entonces, ¿hemos venido a este mundo para no ha¬cer nada?
GILBERT- El que ha sido elegido viene a este mundo para no hacer nada. La acción es limitada y relativa. Y también condicionada y absoluta es la visión del que descansa y ob¬serva, del que recorre un camino solo mientras sueña. Pero nosotros, que hemos nacido al final de esta edad maravillo¬sa, somos demasiado cultos y críticos a la vez, nuestra inte¬ligencia demasiado sutil y también con demasiada tendencia a los placeres exquisitos, para aceptar especulaciones sobre la vida a cambio de la vida misma. Para nosotros, la cittá divi¬na carece de colorido, y la Fruitio Dei, de sentido. La meta¬física no satisface nuestros caracteres y el éxtasis religioso está obsoleto. El mundo en el cual el filósofo de la Academia se convierte en "espectador de todos los tiempos y de todas las existencias" no es, en realidad un mundo ideal, sino sirn¬plemente un mundo de ideas abstractas; al entrar en él nos matan de frío las glaciales matemáticas del pensamiento. Los cursos de la Ciudad de Dios no están ya abiertos para no¬sotros. Sus puertas están guardadas por la ignorancia, y para transponer sus umbrales hemos de abdicar de todo cuanto hay de más divino en nuestra naturaleza. Ya es bastante con que nuestros padres hayan creído. Han dejado exhausta la facultad de creer de la especie y nos han legado el escepti¬cismo, que tanto los aterraba; si lo hubieran puesto en pa¬labras, no podría vivir en nosotros como pensamiento. No. Ernest, no; no podemos regresar a los santos. Hay mucho que aprender todavía de los pecadores. No podemos apuntar de nuevo a los filósofos y los místicos: nos decarrían. Como sugiere Walter Pater en alguna parte, ¿quién desearía cambiar la curva de un simple pétalo de rosa por ese Ser etéreo y sin forma al que Platón consideraba tan importante? ¿Qué sig¬nifican para nosotros la Iluminación de Platón, el Abismo Eckhard, la Visión de Bohme, el mismo Cielo monstruoso, tal como fue revelado a los ojos ciegos de Swedenborg? Todo esto tiene menos valor que el amarillo cáliz de un narciso silvestre, menos que la más inferior artes visibles; porque así como la Naturaleza es la materia que lucha por llegar a ser espíritu, el Arte es el espíritu que se realiza bajo las condi¬ciones de la materia; y por eso, aun en sus más vulgares formas, habla a los sentidos y al espíritu a un mismo tiempo. El temperamento artístico debe repeler siempre lo vago. Los griegos fueron una nación de artistas, porque les fue evita¬do el sentido de lo infinito. Como Aristóteles, o Goethe des¬pués de haber leído a Kant, busquemos lo concreto y única¬mente lo concreto nos hará sentir bien.
ERNEST.- Entonces, ¿qué cree que debemos hacer?
GILBERT.- Creo que con el desarrollo del espíritu crítico lle¬garemos a comprender finalmente, no únicamente nuestras vidas, sino la vida de todos, de la raza, haciéndonos así ab¬solutamente modernos en el auténtico significado de la pa¬labra modernismo. Pues aquel para quien el presente es la única cosa presente, no sabe nada del siglo en que vive. Para comprender el siglo diecinueve, hay que comprender pri¬mero los siglos precedentes, los cuales contribuyeron a su formación. Para saber algo de uno mismo, hay que saberlo todo de los demás. No debe existir ningún estado de alma con el que no se pueda simpatizar, ni ningún extinto modo de vida que no pueda volver a la vida de nuevo. ¿Es esto imposible? En mi opinión, no lo es. Al revelarnos el meca¬nismo absoluto de toda acción, libertándonos así, de la carga entorpecedora de las responsabilidades morales que nos habíamos impuesto, el principio científico del hereditarismo ha llegado a ser, por así decirlo, la garantía de la vida con¬templativa. Nos ha revelado que en realidad no somos tan esclavos como cuando intentamos actuar. Nos ha atrapado en la trampa del cazador, ha escrito la profecía de nuestro destino sobre el muro. No podemos verle, como no sea en un espejo que refleje el alma. Es Némesis sin su máscara. Es la última y la más terrible de las Parcas. Es el único de los dioses cuyo verdadero nombre conocemos. Y, sin embargo, mientras que en la esfera de la vida práctica y externa ha despojado a la energía de su libertad y a la actividad de su libre discernimiento, de su elección, en la esfera subjetiva, que es donde el alma actúa, llega a nosotros esa sombra te¬rrible con múltiples dádivas en sus manos: extraños tempe¬ramentos y sutiles susceptibilidades, bárbaros ardores y gla¬ciales indiferencias, dones multiformes y complejos de pensamientos contradictorios y de pasiones en pugna con¬sigo mismas. Así, pues, no es nuestra vida la que vivimos, sino la vida de los muertos, y el alma que en nosotros mora no es una simple entidad espiritual, que nos hace personales e individuales, creada para nuestro servicio y que nos invade para goce nuestro. Es algo que habitó en horrendos lugares y tuvo su alojamiento en antiguos sepulcros. Padece innúme¬ras dolencias y guarda el recuerdo de curiosos pecados. Es más sabia que nosotros y su saber es amargo. Nos llena de deseos imposibles de realizar y nos hace perseguir lo que sabemos que nos es imposible alcanzar. Hay, sin embargo, mi querido Ernest, una cosa que puede hacer por nosotros. Puede alejarnos de ambientes cuya belleza es vulgar, o cuya innoble fealdad y míseras pretensiones son nocivas al per¬feccionamiento de nuestro desarrollo. Puede ayudarnos a evadirnos de nuestro siglo, para irnos a vivir a edades re¬motas, sin sentirnos extraños allí. Puede enseñarnos a huir de nuestra experiencia y a conocer las de otros seres más grandes que nosotros. El dolor de Leopardi que clama contra la vida llega a hacerse nuestro. Teócrito hace sonar su flauta y reímos con los labios de las ninfas y de los pastores. Cubiertos con la piel de lobo de Pedro Vidal, huimos ante la jauría, y bajo la armadura de Lancelot, abandonamos a caballo el pabellón de la reina; murmuramos el secreto de nuestro amor bajo la capucha de Abelardo, y con las sucias ropas de Willon in¬cluimos en cantos nuestro oprobio. Contemplamos el alba que despunta bajo la mirada de Shelley y la luna se enamo¬ra de nuestra tierna edad cuando nos ve vagar con Endimión. La angustia de Atis se hace nuestra, al igual que la débil furia y las nobles penas del Danés. ¿Usted cree que la que nos permite gozar de tan distintas vidas es la fantasía? Sí, es la fantasía, y ésta es algo hereditario. Se trata tan sólo de la ex¬periencia racial concentrada.
ERNEST.- Pero, y el espíritu crítico, ¿qué función tiene aquí?
GILBERT.- El aprender que esta transmisión de las experiencias raciales consigue realizar, sólo puede se perfeccionada por el espíritu crítico, y hasta podría asegurarse que ambas forman las dos partes de un todo. ¿Qué es el verdadero crítico sino aquel que lleva dentro de sí los sueños, las ideas y los senti¬mientos de infinitas generaciones, para quien ninguna forma del pensamiento es desconocida, ni oscura ninguna emoción? ¿Y cuál es el "hombre culto" auténtico, sino aquel que por medio de una sutil sabiduría y una laboriosa selección ha hecho el instinto consciente e inteligente, y puede separar la obra que posee distinción de la que no la tiene y así, por contacto y comparación, llegar a poseer los secretos de estilo y escuela, escuchar sus voces, comprender sus significados y desarrollar ese espíritu de curiosidad desinteresada que es la verdadera raíz y la verdadera flor de la vida mental y que cuando alcanza así la lucidez intelectual, conociendo "lo mejor de cuanto se sabe y se piensa en el mundo" vive (y no resulta fantástico admitirlo) con los inmortales?... Sí, querido amigo; la vida contemplativa, la vida que tiene por fi¬nalidad "ser" y no "hacer", y lo solamente "ser", sino "de¬venir, transformarse", es la que nos da el espíritu crítico. Los dioses viven así: o meditan sobre su propia perfección, como nos dice Aristóteles, o, según imaginaba Epicuro, observan con ojos serenos de mero espectador la tragicomedia del mundo que ellos mismos han creado. Podríamos nosotros también vivir como ellos y asistir, con emociones adecuadas, a las escenas diversas que ofrecen el hombre y la Naturaleza, Podríamos espiritualizarnos, apartándonos de la acción, y llegar a ser perfectos repudiando toda energía. Muchas veces he pensado que Browning sintió algo parecido. Shakespeare lanza a Hamlet a la vida activa y le hace cumplir su misión por medio del esfuerzo. Browning pudo haber creado un Hamlet carente de significación. Hizo el espíritu el prota¬gonista de la tragedia de la vida y consideró la acción como el solo elemento no dramático de una obra. Desde la elevada torre del Pensamiento podemos contemplar el Universo. Tranquilo, siendo un centro para sí mismo, completo el crí¬tico, esteta contempla la vida, y ninguna flecha lanzada al azar puede penetrar por las junturas de su armadura. PI, por lo menos, está a salvo. Ha descubierto cómo vivir. ¿Es in¬moral vivir de esta manera? Sí; todas cualquier arte es in¬moral, excepto esas formas inferiores de arte sensual o didác¬tico cuyo objeto es excitar a la acción, buena o mala. Y la acción, cualquiera que sea, pertenece a la ética. La finalidad del arte consiste simplemente en crear estados de alma. ¿Un género de vida tal carece de aplicaciones prácticas? ¡Ah! ¡Es más difícil ser "impráctico" de lo que se imaginan los igno¬rantes filisteos! Desgraciadamente para Inglaterra, no hay país en el mundo que tenga tanta necesidad de gente im¬práctica como el nuestro. Entre nosotros el pensamiento está degradado por su constante asociación con lo práctico. ¿Quiénes de los que se agitan en el esfuerzo y el tumulto de la existencia real, político alborotador, socialista vocinglero o pobre sacerdote de mente estrecha, cegado por los sufri¬mientos de esa insignificante parte de esta sociedad, en la que él mismo ha fijado su residencia, pueden considerarse capa¬ces de expresar un juicio inteligente y desinteresado sobre cualquier cosa concreta? Cualquier profesión entraña un prejuicio. La necesidad de abrirse paso nos obliga a ser partidistas. Y vivimos en una época en que el pueblo carece de una educación, y tiene demasiado trabajo, un pueblo sumamente trabajador que se ha vuelto estúpido. Y aunque sea duro admitir esto: creo que se merece este destino. El medio seguro de no saber nada de la vida es procurar ser útil.
ERNEST.- Qué doctrina tan sumamente encantadora!
GILBERT.- No sé si es encantadora; pero lo que es seguro, es que es cierta. El anhelo por mejorar a los demás origina una abundante cosecha de pedantes, y este no es el menor de sus males. El presumido ofrece un estudio psicológico realmente interesante, y aunque, de todas las poses, la de moralista sea la peor, tener una pose ya es algo. Es un reconocimiento formal de la importancia de tratar la vida desde un punto de vista de¬finido y racional. La Simpatía Humanitaria, que lucha contra la Naturaleza, asegurando la supervivencia del fracaso, puede hacer que el hombre sabio desprecie esas virtudes tan accesi¬bles para él. El economista político la vitupera, porque coloca en un mismo plano al imprevisor y al previsor, despojando así a la vida del incentivo más poderoso, por el ser más sórdido. Pero, a los ojos del pensador, el verdadero daño causado por esa simpatía emotiva está en que limita el saber y entonces nos impide solucionar los problemas sociales. Intentamos ahora retrasar la crisis que está por llegar, "la revolución inminen¬te", como la llaman mis amigos los fabianistas, por medio de dádivas y de limosnas. Pues bien: cuando llegue esa revolu¬ción o esa crisis, seremos impotentes para defendernos, por¬que no sabremos nada. Así, pues, Ernest, no nos engañemos.
Inglaterra no será nunca civilizada mientras no anexione la Utopía a sus dominios. Podría cambiar ventajosamente al¬guna de sus colonias por tan hermosa comarca. Necesitamos gentes imprácticas que vean más allá del momento y piensen más allá de la época. Los que intentan guiar al pueblo sólo pueden lograrlo siguiendo al populacho. Los senderos de los dioses se preparan únicamente por la voz de alguien que pre¬dica en el desierto. Puede que crea usted que el hecho de ob¬servar y de contemplar, por el mero placer de hacerlo, es egoísta. Aunque crea usted eso, no lo diga. Rendir culto al sa¬crificio es cosa que seduce a una época tan egoísta como la nuestra. Sólo una época tan avara como esta en que vivimos puede colocar por encima de las bellas virtudes intelectuales esas otras bajas y emocionales que le reportan un beneficio práctico inmediato. Yerran igualmente esos filántropos y sentimentales de hoy día que se pasan el tiempo hablando de nuestros deberes para con el prójimo. Porque el desarrollo de la raza depende del desarrollo del individuo, y allí donde la cultura del yo deja de ser el ideal, el nivel intelectual baja inmediatamente y desaparece con frecuencia. Si cena usted en compañía de un hombre que se ha pasado la vida educándose a sí mismo (tipo raro hoy día, lo admito, pero que se puede encontrar todavía de vez en cuando), se levantará de la mesa más rico, con la conciencia de que un elevado ideal ha tocado y santificado por un instante sus días. Pero, en cambio, mi querido amigo, ¡qué horrible experiencia es cenar con un hombre que se ha pasado su vida queriendo educar a los de¬más! ¡Qué espantosa es esa ignorancia, resultado inevitable de la costumbre fatal de comunicar sus opiniones al prójimo! ¡Qué limitado parecer el espíritu de un ser como éste! ¡Cómo le aborrecemos y cómo debe aborrecerse a sí mismo con sus infinitas repeticiones y sus insípidas redundancias! ¡Cómo carece de todo elemento de progreso intelectual! ¡En qué círculo vicioso se mueve!
ERNEST.- Se emociona usted, de forma extraña, querido ami¬go. ¿Es que ha pasado hace poco por esta experiencia tan horrorosa?
GILBERT.- Son pocos los que pueden librarse de ella. Dicen que el maestro de escuela ve cómo se reduce la esfera de su au¬toridad. Ojalá sea cierto. Pero el tipo del cual él no es más que un representante (y de muy escasa importancia), creo que domina nuestras vidas; y así como el filántropo representa el castigo de la esfera ética, el castigo de la esfera intelectual es el hombre tan ocupado siempre en la educa¬ción de los demás, que no ha tenido nunca tiempo de con¬sagrarse a la suya. No, querido; el autodidactismo es el ver¬dadero ideal del hombre. Goethe lo entendió así, y por eso le debemos más que a ningún hombre desde los tiempos es¬plendorosos de Grecia. Los griegos lo vieron también, y le¬garon al pensamiento moderno el concepto de la vida con¬templativa y el método crítico que es el único que conduce a ella. Fue lo que hizo grande el Renacimiento y que generó el humanismo. Es también la única cosa que puede engran¬decer a nuestra época, porque la verdadera habilidad de In¬glaterra radica, no en unos pobres armamentos o en unas costas fortificadas débilmente, no en la pobreza que se arrastra por callejuelas ensombrecidas, o en la borrachera alborotadora en patios repugnantes, sino simplemente en el hecho de que sus ideales poseen emoción y no inteligencia. No niego que el ideal intelectual sea difícil de alcanzar, y aún menos que sea quizá en años venideros impopular entre el populacho. ¡Es tan fácil para la gente simpatizar con el su¬frimiento, y tan difícil, con el pensamiento...!
Las personas vulgares desconocen el valor real del pensa¬miento, que se creen que una vez han tachado una teoría de peligrosa la han condenado, cuando precisamente son éstas las teorías que poseen un verdadero valor intelectual. Una idea, si no es peligrosa, tampoco es digna de llamarse idea.
ERNEST.-Querido amigo, usted me desconcierta. Me ha dicho usted que todo arte es esencialmente inmoral. ¿Ahora va us¬ted a decirme que todo pensamiento es peligroso en esencia?
GILBERT.- Desde luego; desde el punto de vista práctico, así es. La seguridad de la sociedad se basa en la costumbre y en el instinto inconsciente; la base de la estabilidad de la sociedad como organismo sano está en la carencia absoluta de inte¬ligencia en todos sus miembros. La inmensa mayoría de las gentes lo saben tan bien, que se colocan natural y espontá¬neamente de parte de ese espléndido sistema que las eleva a la categoría de máquinas. Y sienten una rabia tan feroz contra toda intrusión de la facultad intelectual en cualquie¬ra de las cuestiones referentes a la vida, que se siente uno tentado de definir al hombre como "un animal razonable que no logra nunca obrar conforme a los preceptos de la razón". Pero salgamos de la esfera práctica y no hablemos más de esos perversos filántropos; hay que dejarlos a merced de Chuang "fzu, el sabio de mirada almendrada del río Amari¬llo, que ha demostrado que esos oficios, bienintencionados y nefastos, han acabado con la virtud sencilla, espontánea, natural, que hay en ser humano. Este es un tema demasiado arduo, y tengo prisa en volver al medio donde la crítica no es prisionera de nada ni de nadie.
ERNEST.- ¿El medio de la inteligencia?
GILBERT- Exacto. Recordará usted mis palabras; el crítico es creador como artista, cuya obra, en efecto, puede que no tenga más mérito que el de sugerir al crítico algún nuevo es¬tado de pensamiento y de sentimiento que éste puede realizar con una distinción de forma igual o quizá mayor, y al que dará una belleza diferente y más perfecta, gracias a un nuevo medio de entendimiento. Pero le he notado a usted un tanto escéptico a esta teoría, ¿me equivoco?
ERNEST.- No soy escéptico en este asunto; sin embargo, debo confesarle que tengo la absoluta convicción que una obra como la del crítico, según la descripción de usted (y hay que admitir, indudablemente, que una obra así existe), ha de ser, por fuerza, subjetiva, mientras que toda obra maestra es impersonal y objetiva.
GILBERT.- Entre una obra objetiva una subjetiva la única di¬ferencia que hay es externa, accidental, y no tan subjetiva. El paisaje mismo que Corot contemplaba no era, como él mismo ha dicho, más que un estado de su alma; y esas grandes figuras del drama griego o inglés, que parecen poseer vida propia, independiente de los poetas que las crearon y modelaron, son, en realidad, los propios poetas, no tal y co¬mo creían ser, sino como creían no ser y tal como fueron, sin embargo, por un momento de un modo extraño, gracias a ese pensamiento; porque no podernos nunca salir fuera de nuestro interior y no puede tampoco haber en una creación lo que había en el creador. Es más: yo diría que cuanto más objetiva parece una creación, más subjetiva es en el fondo. Shakespeare pudo haber visto a Rosencrantz y a Guildens¬tern por las blancas calles de Londres; pudo haber visto igualmente a los criados de las casas rivales pelearse en la plaza pública; pero Hamlet salió de su alma y Romeo de su pasión. Estos eran elementos de su naturaleza a los que él dio forma tangible, impulsos que se agitaban tan poderosamente en él, que se vio forzado, por decirlo así, a dejarlos realizar su energía, no en el plano inferior de la vida real, donde hu¬bieran estado oprimidos y coartados, sino en el plano ima¬ginativo del arte, donde el amor puede realmente encontrar en la muerte su rica realización, donde se puede matar al que escucha en la puerta detrás de la cortina, o pelear en una tumba recién abierta y hacer beber a un rey culpable su propio veneno y ver el espectro de su padre, a la débil clari¬dad de la luna, avanzar majestuosamente, revestido de su armadura, desde una muralla de bruma a otra. La acción limitada no hubiera satisfecho a Shakespeare ni le hubiese permitido expresarse, y así como pudo realizarlo todo sin hacer nada, de igual modo, precisamente porque no nos ha¬bla nunca de él en sus obras, éstas nos lo revelan de una manera absoluta mostrándonos su auténtico carácter mucho más a fondo que esos sonetos suyos, algo raros y exquisitos, en los que revela, bajo una mirada límpida, el secreto de su alma. Sí; la forma objetiva es la más subjetiva en el fondo. El hombre es menos él mismo cuando habla en persona. Ponle un antifaz, y entonces será sincero.
ERNEST.-Así que el crítico, limitado a la forma subjetiva, ¿será a la fuerza menos apto para expresarse plenamente que el artista, que tiene siempre a su disposición las formas más objetivas e impersonales?
GIEBERT.- No tiene que ser así siempre. Es más, puede que nunca, si reconoce que todo género crítico, en su más elevado desarrollo, es un simple estado de alma, y que no somos jamás tan sinceros con nosotros mismos como cuando somos in¬consecuentes. El crítico esteta, fiel sólo al principio de belleza en todas las cosas, buscará siempre impresiones nue-vas, to¬mando de diversas escuelas el secreto de su encanto, postrán¬dose quizá ante altares extranjeros y sonriendo, si es su capri¬cho, a extraños nuevos dioses. Lo que algunas personas llaman el pasado de un hombre, posee, sin duda para ellas una gran importancia; pero nada que ver con ese hombre. El hombre que se ocupa de su pasado no merece tener un porvenir. Cuando se ha encontrado la expresión de un estado de alma ha terminado uno con él. ¿De qué se ríe? Es cierto. Hace nada, nos asombraba el realismo. Hallábamos en él ese "nuevo es¬tremecimiento" que constituía su única finalidad. Se le analizó y explico, y acabó por cansarnos. En su ocaso, aparecieron los poetas simbolistas; y el espíritu medieval, ese espíritu que pertenece, no a la época, sino al carácter, despertó de repente en la enferma Rusia y nos conmovió durante algún tiempo con la terrible fascinación del dolor. Hoy adoramos la novela, y ya las hojas tiemblan en el valle y por las cimas purpúreas de las colinas va la Belleza andando, con esbeltos pies de oro. Persisten, ciertamente, los antiguos modos de creación. Los artistas se copian a sí mismos o copian a los demás, en burda imitación. Pero la crítica avanza siempre, y el crítico progresa sin parar. El crítico no se halla realmente limitado a la forma subjetiva de expresión. El método del drama le pertenece, así como el de la epopeya. Puede emplear el diálogo, como el que hizo sostener Milton o Marvel sobre la naturaleza de la co¬media y de la tragedia, como el que entablaron por carta Si¬dney y lord Brooke bajo las encinas de Penshurst. Puede adoptar la narración que agrada a mister Walter Pater, cuyos Retratos imaginarios (¿se trata del título del libro?) nos pre¬sentan bajo la careta imaginativa de la ficción fragmentos de crítica sutil y exquisita, uno sobre la filosofía de Watteau, otro sobre la de Spinoza, también sobre los elementos paganos de comienzos del Renacimiento, y el último, y en cierto modo más sugestivo, sobre el origen de esa Aulklarung, esa ilumi¬nación, que surgió como una aurora en Alemania el siglo pa¬sado, y a la cual debe tanto nuestra cultura moderna. Desde luego; ¡realmente, el diálogo, esa maravillosa forma literaria que, desde Platón a Luciano, desde Luciano a Giordano Bruno, y desde Bruno a ese viejo y gran pagano que tanto entusiasmaba a Carlyle, los críticos creadores del mundo han utilizado siempre, no puede perder jamás, como modo de expresión, su atractivo para el pensador. Gracias a él, puede éste exponer el tema bajo todos los aspectos y mostrárnoslo haciéndole girar en cierto modo, como un escultor presenta su obra, logrando así toda la riqueza y toda la realidad de efectos que provienen de esos "paralelos", sugeridos repentinamente por la idea central en marcha, y que iluminan más aún esta misma idea, o esos pensamientos interiores tan felices que completan el tema central e incluso le aportan algo de la sutil maravilla del azar.
ERNEST.-Y gracias al diálogo puede él inventar un contrincante imaginario y convencerlo cuando lo place con uno de esos estúpidos sofisma.
GILBERT.- ¡Ah! ¡Es muy fácil persuadir a otros y muy difícil, en cambio, persuadirse uno mismo!... Si se quiere llegar a lo que realmente se cree, hay que hablar con labios ajenos. Para llegar a conocer la verdad, antes hay que imaginar miles de mentiras posibles. Porque ¿qué es en realidad la verdad? En cuestión de religión, simplemente la opinión que ha sobre¬vivido. En ciencia, la última sensación. En arte, nuestro úl¬timo estado de alma. Y ya ve usted ahora, querido amigo, que el crítico dispone de tantas formas objetivas de expresión como el artista mismo. Ruskin escribe su crítica en prosa imaginativa, soberbia en sus cambios y contradicciones; Renán emplea el diálogo; Pater, la ficción; Browning escribe la suya en verso libre y obliga al pintor y al poeta a revelarnos su secreto, y Rossetti tradujo en sonetos musicales el colorido de Giorgione y el dibujo de Ingres, así como el dibujo y el color suyos propios, sintiendo, con el instinto de quien usa múltiples modos de expresión, que el arte supremo es la li¬teratura y que el método más bello, sutil y perfecto es el de las palabras.
ERNEST.- De acuerdo, pues una vez sentado por usted que el crítico dispone de todas las formas objetivas, ¿puede usted decirme cuáles son exactamente las cualidades que caracte¬rizan a un auténtico crítico?
GILBERT.- ¿Cuáles serían según su criterio?
ERNEST.- ¡Bueno, yo creo que un crítico debe ser, sobre todo, imparcial!
GILBERT.- ¡Ni hablar; imparcial, jamás! Un crítico no puede ser imparcial en el sentido ordinario de la palabra. Sólo podemos dar una opinión imparcial sobre las cosas que no nos interesan, y ésta es, sin duda, la razón por la cual una opinión imparcial carece siempre y en absoluto de valor. El hombre que ve los dos lados de una cuestión no percibe absolutamente nada de ella. El arte es una pasión, y en materia de arte el pensamien¬to está inevitablemente coloreado por la emoción, fluida más bien que helada, y que, como depende de unos estados de alma sutiles y de unos momentos exquisitos, no puede com¬primirse en la rigidez de una fórmula científica o de un dogma teológico. Es el alma a la que habla el arte, y el alma puede ser prisionera del espíritu lo mismo que el cuerpo. Evidentemente, no se debían tener prejuicios; pero, como hizo notar un gran francés hace un siglo, depende de cada uno tener preferencias sobre unos temas, y cuando se tienen preferencias, deja uno de ser imparcial. Sólo los peritos tasadores pueden admirar por igual e imparcialmente todas las escuelas de arte. No; la im¬parcialidad no es una de las cualidades del verdadero crítico; no es tan siquiera una de las condiciones de la crítica. Cada forma de arte con la que establecemos contacto nos doctrina desde ese mismo momento, con exclusión de todas las otras formas. Tenemos que entregarnos en absoluto a la obra en cuestión, sea la que fuere, para obtener su secreto. Durante ese tiempo es preciso no pensar en nada más, y es que en realidad, no podemos hacer otra cosa.
ERNEST.- Pero el crítico sí que debe ser razonable, ¿o no?
GILBERT.- ¿Razonable?... Bueno; hay dos maneras de no amar el arte, querido Ernest. Una consiste simplemente en no amarlo. La otra, en amarlo de forma razonable. Porque el arte, en efecto (como observó Platón, no sin pesar), crea en el es¬pectador y en el oyente una locura divina. No nace de la inspiración, sin embargo, inspira a los demás. La razón no es la facultad a la que él se dirige. Si se ama verdaderamente el arte, debe amárselo por encima de todo el mundo, y la razón, si se la escuchase, clamaría contra semejante amor. No hay nada sano en el culto de la Belleza. Es una cosa dema¬siado espléndida para ser cuerda. Aquellos cuyas vidas dirige, parecerán siempre al mundo puros visionarios.
ERNEST.- Pero, ¿sí que al menos será sincero?
GILBERT.- Cierta dosis de sinceridad es peligrosa, y un exceso de la misma es fatal. El verdadero crítico, en efecto, será siempre sincero en su devoción al gran principio de la be¬lleza; pero la buscará en todas las épocas y en todas las es¬cuelas, no se dejará nunca limitar por ninguna costumbre establecida de pensar o por alguna estereotipado manera de ver las cosas. Adoptará, para realizarse, numerosas formas y mil maneras distintas, y sentirá siempre la curiosidad de nuevas sensaciones y de nuevas perspectivas. Encontrará su verdadera unidad sólo a través de esos cambios perpetuos. No consentirá en ser esclavo de sus propias opiniones. ¿Qué es, en efecto, el espíritu, sino el movimiento en la esfera de la inteligencia: esencia del pensamiento, como la esencia de la vida, es el crecimiento. No debe tener usted miedo de las pa¬labras, Ernest. Lo que las gentes llaman insinceridad es sólo el método por el cual podemos desarrollar el carácter.
ERNEST.- Me parece que no he sido demasiado afortunado en mis sugerencias.
GILBERT.- De las tres cualidades que usted ha mencionado, dos (sinceridad e imparcialidad) son casi por completo de índole moral; y la primera condición de la crítica es que el crítico reconozca que la esfera del Arte y la de la Ética están com¬pletamente separadas. En cuanto se las confunde, vuelve uno al caos. Actualmente, en Inglaterra se las confunde dema¬siado, y aunque nuestros modernos puritanos no puedan destruir algo bello, gracias a su extraordinario prurito pueden llegar mancillar la belleza un instante. Y es principalmente (siento tener que decirlo) mediante la Prensa como esas gentes encuentran expresión. Lo siento, porque hay mucho que decir en favor del periodismo moderno. Facilitándonos las opiniones de gente inculta, nos advierte de la ignorancia de la sociedad. Relatando cuidadosamente los sucesos co¬rrientes de la vida contemporánea, nos muestra su ínfima importancia. Discutiendo invariablemente sobre lo inútil, nos hace comprender lo que es necesario para la cultura in¬telectual y lo que no lo es. Pero no debería permitir al pobre Tartufo que escribiese artículos sobre arte moderno. Cuando lo permite, se pone en ridículo, se embrutece. Y, sin em¬bargo, los artículos de Tartufo y las notas de Chadband son buenas en algo: sirven para mostrar hasta qué punto es li¬mitada el área en que la ética y las consideraciones éticas pueden ejercer su influencia. La ciencia está fuera del alcance de la moral, porque sus ojos están fijos sobre las verdades eternas. El arte está igualmente fuera del alcance de la moral porque sus ojos están fijos sobre cosas bellas, inmortales y siempre renovadas. Sólo pertenecen a la moral las esferas inferiores y menos intelectuales. Dejemos pasar, sin embar¬go, a esos vociferantes puritanos; tienen su lado cómico. ¿Quién es capaz de no reírse cuando cualquier periodista de poca monta propone seriamente que se limite el número de temas de que dispone el artista? Sería conveniente que se pusieran ciertos límites (y pronto se los pondrán) a nuestros periódicos y a nuestros periodistas, porque nos dan los he¬chos escuetos, sórdidos y repugnantes de la vida. Relatan con una avidez degradante los pecados de segundo orden y, con el minucioso cuidado de los incultos, nos dan precisos y prosaicos detalles acerca de los actos y gestos de gentes desprovistas de interés. Pero el artista que acepta los hechos de la vida y los transforma, sin embargo, en figuras de be¬lleza, en modelos de piedad o de terror; que muestra su color esencial, su prodigio, su verdadero valor desde el punto de vista ético, creando así fuera de ellos un mundo más real que la realidad misma, de un sentido más elevado y más noble, ¿quién marcará esos límites? No serán los apóstoles de ese nuevo periodismo, que no es más que la antigua vulgaridad "revelándose sin trabas", ni los apóstoles de ese nuevo puri¬tanismo, que no es otra cosa que la lamentación de los hipócritas, tan mal escrita como hablada. La simple suposición es ridícula. Esas gentes perversas no merecen que perdamos en ellos más tiempo de nuestra interesante conversación, así que sigamos discutiendo los requisitos artísticos indispensa¬bles de un verdadero crítico.
ERNEST.- Pues, dígame: ¿cuáles son estos requisitos?
GILBERT.- La primera y más importante es el temperamento, un temperamento de una sensibilidad extraordinaria en lo que se refiere a la belleza y a las distintas expresiones que ésta nos produce. En qué condiciones y por qué medios nace ese temperamento en la raza o en el individuo, esa es cuestión que no discutiremos de momento. Baste con decir que hay en nosotros, un sentido de la belleza separado de los otros sentidos y superior a ellos, distinto de la razón y más noble que ella, diferente del alma y de igual valor; un sentido que induce a unos a crear, y a otros, los más delicados según mi parecer, a la simple contemplación. Pero este sentido requiere un ambiente exquisito para depurarse y perfeccionarse. Sin él perece o se embota. Usted recordará ese pasaje adorable en que Platón nos describe la forma cómo debe ser educado un joven griego, y en el que insiste en la importante influencia del ambiente, diciéndonos que el niño debe ser educado entre bellos espectáculos y armoniosos sonidos, para que la belleza de todo lo material prepare su alma para recibir la be¬lleza espiritual. Insensiblemente, y sin que sepa la razón, verá desarrollarse en él ese auténtico amor a la belleza, verdadera finalidad de la educación, como Platón no se cansa de re¬petirnos. Poco a poco, gradualmente nacerá en él un tem¬peramento que lo llevará, de un modo natural y sencillo, a elegir lo bueno con preferencia a lo malo, a rechazar lo que es vulgar y discordante; a seguir, con un gusto instintivo y delicado, todo lo que posea gracia, encanto, belleza. Final¬mente, en el momento oportuno, ese gusto debe hacerse crítico y consciente; pero primero ha de existir puramente como instinto cultivado, y "el que haya recibido esa verda¬dera cultura del hombre interior percibirá, con visión diá¬fana, las omisiones y las faltas del arte infalible, mientras alaba y halla placer en lo bueno y lo acoge en su alma, ha¬ciéndose noble y bueno, el niño reprobará y odiará con justicia lo malo desde su infancia, aun antes de saber razo¬nar"; y así, cuando más tarde se desarrolle en él el espíritu crítico y consciente, "lo reconocerá y saludará como a un amigo con quien su educación le ha familiarizado desde mucho tiempo antes". No necesito decirle, querido arraigo, lo lejos que estamos los ingleses de ese ideal, y me imagino la sonrisa que iluminaría el radiante rostro de Filisteo si se aventurase tino a insinuar que la verdadera finalidad de la educación es el amor a la belleza, y que los mejores métodos educadores son el desarrollo del temperamento, el cultivo del gusto y la formación del espíritu crítico. Sin embargo, nos queda aún alguna belleza ambiente, y la estupidez de maes¬tros y catedráticos importa muy poco cuando se puede vagar por los claustros de Magdalena y oír alguna voz aguda can¬tar en la capilla de Waynfleet o puede uno tumbarse en el verde prado, entre las margaritas moteadas como piel de serpiente, viendo el sol ardiente de mediodía afinar el oro de las veletas de la torre, errar por las escaleras de Christ Chur¬ch, bajo los sombríos arcos apuntados, o pasar por el pórtico esculpido de la Casa de Laud, en el Colegio de San Juan. Y no es sólo en Oxford o en Cambridge donde puede for¬marse, orientarse y perfeccionarse el sentido de lo bello. En toda Inglaterra se vive un renacimiento de las artes plásticas. La fealdad ha caído en lo más hondo. Hasta en las casas de los ricos hay gusto, y las casas de los pobres son hasta gra¬ciosas, simpáticas, agradables de habitar. Calibán, el pobre alborotador Calibán, cree que una cosa deja de existir en cuanto él ha dejado de hacer muecas. Pero si ya no se burla más es porque ha topado con una burla más fina y aguda que la suya. Y porque le ha dado una severa lección ese silencio que debía cerrar para siempre su boca tosca y deforme. Lo único que se ha hecho hasta la fecha es desbrozar el camino. Siempre es menos fácil destruir que crear, y cuando lo que tenemos que destruir es la vulgaridad y la estupidez, la tarea de destrucción requiere además de valentía, desprecio. Sin embargo, creo que esto ha sido ya hecho en cierto modo. Hemos acabado con lo que era malo. Ahora hemos de hacer lo bello. Y a pesar de que la misión del movimiento estético sea enseñar a contemplar y no a crear, como el instinto creador es muy fuerte en el celta y el celta es el guía en arte, no existe ningún motivo para que en el futuro ese extraño renacimiento no pueda llegar a ser tan poderoso a su mane¬ra como lo fue aquel resurgimiento del arte que tuvo lugar, hace muchos siglos, en las ciudades de Italia. Es verdad que para cultivar el temperamento de dirigirnos a las artes de¬corativas, a las artes que conmueven y no a las que nos en¬señan. Las pinturas modernas son, indudablemente, deli¬ciosas de ver, al menos algunas; pero es imposible por completo vivir con ellas. Son demasiado hábiles, demasiado afirmativas e intelectuales. Su significación es demasiado transparente, y su maestría, demasiado precisa. Agotamos pronto lo que tienen que decir, y entonces nos hastían tanto como unos parientes a los que ves cada día. Me agrada ex¬traordinariamente la obra de muchos pintores impresionistas de París y de Londres. Esa escuela sigue poseyendo sutileza y buen gusto. Algunas de sus combinaciones y armonías re¬cuerdan la belleza sin igual de la inmortal Sinfonía en blan¬co mayor, de Gautier, esa perfecta obra maestra de brillante colorido y de música que ha sugerido terna y título a los mejores lienzos de esos pintores. Como gentes que admiten al incompetente con simpática complacencia y que confun¬den lo raro con lo bello y lo vulgar con lo auténtico, son perfectos. Sus aguafuertes tienen la brillantez del epigrama; sus pasteles son fascinadores como paradojas, y en cuanto a sus retratos, diga lo que quiera el vulgo, nadie negará que poseen ese encanto único y maravilloso, que sólo pertenece a las obras de pura ficción. Pero los impresionistas, por serios y laboriosos que sean, no sirven para nuestros fines. A mí me son directos. Su tonalidad blanca dominante, con sus varia¬ciones lilas, hizo época en el color. Aunque el momento no haga al hombre, hace indudablemente al impresionista, y del momento en arte y de lo que Rossetti bautizó con la expre¬sión de "monumento del momento", ¿qué podría decirse irás? También son sugestivos. Si no abrieron los ojos a los ciegos, dieron al menos grandes alientos a los miopes y mientras sus maestros poseen toda la inexperiencia de la vejez, sus jóvenes representantes son demasiado sensatos para tener alguna vez buen sentido. Sin embargo, insisten en tratar el arte de la pintura como una forma de autobiografía para incultos, y no cesan de hablarnos, en sus lienzos ordi¬narios, de sus personas inútiles y de sus opiniones innecesa¬rias, echando a perder, por un vulgar exceso de énfasis, ese bello desprecio a la Naturaleza, que es su mejor y más mo¬desto mérito. Se cansa uno a la larga de la obra de individuos cuya individualidad es siempre ruidosa y que generalmente carece de interés, Hay mucho más que decir en favor de esa nueva escuela parisiense reciente, los arcaístas, como ellos se denominan, que, negándose a dejar al artista a merced de la temperatura, encuentran su ideal artístico, no en un simple efecto atmosférico, sino que buscan más bien la belleza imaginativa del dibujo y el encanto del color bello, y que desechando el tedioso realismo de los que no pintan sino lo que ven, intentan ver algo digno de ser visto, viéndolo, además, no sólo con la visión material, sino con la visión mayor en nobleza del alma, que es más exuberante en su intención artística. Estos, por lo menos, trabajan con esas condiciones decorativas que requiere cualquier arte para llegar a la perfección, y poseen el suficiente sentido de la estética para lamentar esas sórdidos y estúpidos límites que imponen el modernismo absoluto de la forma, y que han ocasionado la ruina de tantos impresionistas. Sin embargo, el arte puramente decorativo es ése con el que se vive. De nuestras artes visibles, es la única que crea en nosotros, a la vez, el estado de alma momentáneo y el carácter. El color simple, desprovisto de significado y libre de cualquier forma definida, habla de mil maneras al alma. La armonía que existe en las sutiles proporciones de líneas y se refleja en el espíritu. Las repeticiones de motivos nos dan reposo. Las maravillas del dibujo excitan nuestra imaginación. En la be¬lleza de los materiales utilizados hay elementos latentes de cultura. Y esto no es todo. Al rechazar deliberadamente a la Naturaleza como ideal de belleza, así como al método imi¬tativo de los pintores ordinarios, el arte decorativo no sólo prepara el alma para recibir las verdaderas obras imaginativas, sino que desarrolla en ella ese sentido de la forma que será la base de toda empresa creadora o crítica. Porque el verdadero artista es el que va, no del sentimiento a la forma, sino de la forma al pensamiento y a la pasión. No concibe primero una idea para decirse después a sí mismo: "Encajaré mi idea en una medida compleja de catorce líneas", sino que, cono¬ciendo la belleza esquemática del soneto, concibe ciertas modalidades musicales y ciertos métodos de rima, y la mera forma sugiere lo que ha de llenarla y hacerla completa, tanto intelectual como emotivamente. Cada cierto tiempo el mundo clama contra algún poeta encantador y artista, por¬que, según la frase estúpida y repetida, no tiene "nada que decir". Pero es que si tuviera algo que decir, lo diría proba¬blemente, y el resultado sería atrozmente aburrido. Precisa¬mente porque nada tiene que decir es por lo que puede hacer una obra bella. Se inspira en la forma y nada más que en la forma, como debe hacer todo artista. Una pasión real sería su ruina. Lo que sucede en realidad no sirve para el arte. Toda la mala poesía nace de sentimientos reales. El que es natural es transparente y, en consecuencia, nada artístico.
ERNEST.- ¿Cree realmente lo que está diciendo?
GILBERT.- No entiendo el porqué de esa pregunta. El cuerpo es el alma siempre, no sólo en el arte. En todas las esferas de la vida la forma es el principio de las cosas. Los movimientos rítmicos, tan armoniosos, de la danza, despiertan (Platón lo afirma) el ritmo y la armonía en el espíritu. "Las formas son el alimento de la fe", exclamó Newman en uno de esos grandes momentos de sinceridad que nos hacen admirar y conocer al hombre. Tenía razón, aunque no supiera cuán terriblemente la tenía. Los credos se aceptan, no porque sean razonables, sino porque los repite uno. Sí; la forma es todo. Es el secreto de la vida. Encuentre usted expresión a un do¬lor, y se le hará dilecto. Encuentre expresión a una alegría, y aumentará su éxtasis. ¿Quiere usted amar? Recite las letanías del amor, y las palabras creerán el ardiente deseo de donde se imagina el mundo que nace. ¿Tiene usted un pesar que le corroe el corazón? Húndase en el lenguaje del dolor, apren¬da su elocuencia de labios del príncipe Hamlet y de la reina Constanza, y verá usted que la simple expresión es una ma¬nera de consolarse, y que la forma, origen de la pasión, es también la muerte del dolor. Y así, volviendo al ámbito ar¬tístico, es la forma la que crea no sólo el temperamento crí¬tico, sino también el instinto estético, ese infalible instinto que nos revela todas las cosas en sus condiciones de belleza. Comience usted por el culto de la forma, y le serán revelados todos los secretos del arte, y recuerde que tanto para la crítica como para la creación, el temperamento lo es todo, y que las escuelas de arte deben agruparse no por la época que las pro¬dujo, sino por los temperamentos de sus dirigentes.
ERNEST.- Esta teoría suya sobre la educación es realmente adorable. Pero ¿cuál será la influencia de este crítico, educado en un ambiente tan fino y exquisito? ¿Cree realmente que hay artistas a quienes pueda afectar la crítica?
GILBERT- La influencia del crítico reside en el mero hecho de existir. Significará el "arquetipo" perfecto. La cultura del siglo tendrá conciencia de sí misma en él. No tiene otra fi¬nalidad que la de su propia perfección. La inteligencia sólo pide, como se ha dicho muy bien, sentirse viva. El crítico, ciertamente, puede sentir deseo de imponerse; pero si es así, no tratará al individuo, sino a la época, a la que intentará despertar a la conciencia, conmoverla, creando nuevos de¬seos y ansias y prestándole su amplia visión y sus estados de alma más nobles. El arte de nuestros días lo interesará me¬nos que el arte de mañana y mucho menos que el de ayer; y en cuanto a esos que, en este momento, se agotan en la ta¬rea, ¿qué nos importa lo que hagan? Lo hacen lo mejor que pueden, sin duda, y, por consiguiente, nos dan lo peor de ellos. Las peores obras están hechas siempre con las mejores intenciones. Y, además, mi querido amigo, cuando un hombre llega a los cuarenta, ingresa en la Academia o es elegido miembro del Atheneum Club o se le consagra no¬velista popular, cuyos libros son muy solicitados en las es¬taciones del extrarradio, se puede uno permitir el lujo de divertirse, ridiculizándolo, pero no el de reformarlo. Lo cual es, me atrevo a decirlo, muy afortunado para él, pues, a mi juicio, es indudable que la reforma es mucho más penosa que el castigo, e incluso que es un castigo en su forma más agravada y moral, lo que explicaría nuestro completo fracaso al intentar, como sociedad, reformar a ese peculiar e insólito fenómeno llamado el criminal reincidente.
ERNEST.- Pero ¿no dijiste que el mejor juez en poesía es el poe¬ta, y en pintura el pintor? Cada arte debe antes que nada di¬rigirse al artista que lo cultiva. Con toda seguridad, su juicio será insuperable por ningún otro.
GILBERT.- Cualquier forma de arte se dirige únicamente al temperarnento artístico y no al especialista. Pretende, de forma justificada, ser universal y "uno", en cualquiera de sus manifestaciones. Desde luego que un artista está lejos incluso de ser el mejor juez en arte; un artista verdaderamente grande no puede nunca juzgar las obras de los demás y apenas si puede juzgar las suyas. Esta concentración misma de visión que hace ser artista a un hombre limita en él, con su ex¬traordinaria intensidad, su facultad de fina apreciación. La energía creadora lo precipita ciegamente hacia su finalidad personal. Las ruedas de su carro levantan a su alrededor una nube de polvo. Los dioses se esconden los unos de los otros. Tan sólo pueden reconocer a sus fieles.
ERNEST.- ¿Y usted afirma que un gran artista es incapaz de reconocer la belleza de una obra que no sea suya?
GILBERT- Sí, totalmente. Wordsworth no vio en Endimión más que una linda obrita pagana, y Shelley, con su aversión a la realidad, fue sordo al mensaje de Wordsworth, cuya forma lo repelía, y Byron, gran apasionado, humano e incompleto, no pudo apreciar ni al poeta de las nubes, tampoco al poeta del lago, ni al maravilloso Keats. Sófocles aborrecía el realismo de Eurípides: esas cataratas de lágrimas abrasadoras carecían de música para él. Milton, con su sentido gran estilo, no pudo comprender la manera de Shakespeare, como tampoco sir Joshua la de Gainsborough. Los malos artistas se admiran mutuamente. Llaman a esto grandeza de espíritu y carencia de prejuicios. Pero un artista verdaderamente grande no puede concebir la vida revelada o la belleza modelada en condiciones distintas de las escogidas por él. La creación emplea toda su facultad crítica en su propia esfera y no puede utilizarla en la esfera de los demás. Precisamente porque un hombre no puede crear una cosa es por lo que se convierte en un juez perfecto para criticarla.
ERNEST.- ¿Y lo cree de verdad?
GILBERT.- Por supuesto que sí. La creación limita la visión, mientras que la contemplación la amplía.
ERNEST.- Pero ¿qué sucede con la técnica? ¿Cada arte en par¬ticu-lar tiene realmente su técnica?
GILBERT.- Claro que sí, cada arte posee su gramática y sus propios materiales. No existe ningún misterio en una ni en otros, y los ineptos pueden siempre ser correctos. Pero en tanto que las leyes sobre las que se basa el arte son fijas y ciertas, deben, para realizarse plenamente, ser elevadas por la imaginación a un grado de belleza tal que parezca, cada una de ellas, excepcional. La técnica es, realmente, la personali¬dad. Por eso el artista no puede enseñarla ni el discípulo adquirirla y por eso el crítico esteta puede llegar a com¬prenderla. Para el gran poeta no hay más que un método musical: el suyo. Para el gran pintor no hay más que una manera de pintar: la suya. El crítico de arte es el único que puede apreciar todas las formas y todas los métodos. A él es a quien el arte se dirige.
ERNEST.- Me parece que no me quedan más dudas sobre esta cuestión. Ahora debo admitir...
GILBERT.- ¡Ah! No me diga que está de acuerdo conmigo. Cuando alguien me dice que está de acuerdo con mis opi¬niones, sospecho que estoy equivocado.
ERNEST.- Si es así, no le diré si pienso o no como usted. Pero le preguntaré algo más. Me ha dicho que la crítica es un arte creador. Pero su futuro, ¿cuál es?
GILBERT.- El futuro pertenece a la crítica. Los temas de que dispone la creación son cada vez más limitados en extensión y en variedad. La Providencia y mister Walter Besant han agotado los más sencillos. Si el arte creador debe durar, sólo puede conseguirlo a fuerza de ser mucho más "crítico" que lo es actualmente. Las antiguas carreteras y las grandes calzadas polvorientas han sido demasiado holladas. El continuo pisar de los viandantes ha ido haciendo desaparecer todo su en¬canto y han perdido ese elemento de novedad o de sorpresa tan esencial a la novela. Para conmovernos ahora con la fic¬ción, habría que darnos un fondo absolutamente nuevo o revelarnos el alma del hombre hasta en sus engranajes más secretos. Rudyard Kipling cumple la primera de esas condi¬ciones. Cuando se recorren las páginas de sus Cuentos senci¬llos de las colinas uno se imagina sentado bajo una palmera, estudiando la vida revelada en magníficos relámpagos de vulgaridad. Los brillantes colores de los bazares deslumbran nuestros ojos. Los anémicos y mediocres angloindios están en desacuerdo exquisito con el ambiente que los rodea. E in¬cluso la falta de estilo del cuentista presta a lo que nos relata un singular realismo periodístico. Desde el punto de vista literario-Kipling es un genio que deja caer sus letras aspira¬das. Desde el punto de vista de la vida, es un reportero que conoce la vulgaridad mejor que nadie. Dickens conocía su ropaje y su gravedad. Es nuestra primera autoridad sobre todo lo que es de segundo orden; ha entrevisto cosas mara¬villosas por el agujero de la cerradura y sus perspectivas de fondo son verdaderas obras de arte. En cuanto a la segunda condición, hemos tenido a Browning y a Meredith. Pero queda todavía mucho por hacer en la esfera del análisis in¬terno. La gente dice a veces que la ficción se torna demasia¬do mórbida. Cuanto más se estudia la psicología más se piensa que, por lo contrario, no será nunca lo bastante mórbida. No hemos hecho más que rozar la superficie del alma, y esto es todo. Una sola célula marfileña del cerebro contiene cosas más terribles y más estupendas que las que han podido soñar los que, como el autor de El rojo y el negro, han intentado penetrar en los repliegues más íntimos del alma y hacer confesar a la vida sus pecados más directos. Sin embargo, el número de "fondos" inéditos es limitado y es posible que un mayor desarrollo del análisis interno fuera fatal para esa facultad creadora a la que el referido análisis intenta suministrar nuevos materiales. Me inclino a creer que la creación está condenada. Nace de un impulso demasiado primitivo, demasiado natural. En todo caso, lo cierto es que los temas de que dispone están en constante disminución, mientras que los de la crítica aumentan en cantidad conti¬nuamente. Hay siempre nuevas aptitudes y nuevos puntos de vista para el espíritu. El deber de dar forma al caos no cesa de aumentar, porque el mundo avanza. En ninguna época fue tan necesaria la crítica como en nuestros días. Por ella so¬lamente puede la Humanidad sentirse consciente del punto a que ha llegado. Hace unas horas me preguntaba usted, querido Ernest, cuál es la utilidad de la crítica. Era como si me preguntase qué utilidad tiene el pensamiento. Es la crí¬tica, como demostró Arnold, la que crea la atmósfera inte¬lectual del mundo en todas las épocas. Es la crítica, como espero demostrarlo yo mismo algún día, la que hace del es¬píritu un instrumento afinado. Con nuestro sistema educa¬tivo recargamos la memoria con un montón de hechos in¬conexos, esforzándonos laboriosamente en transmitir nuestra ciencia laboriosamente adquirida. Enseñamos a la gente a recordar y no la enseñamos nunca a desarrollarse. No nos ha sucedido nunca poner a prueba y hacer creer en el espíritu una cualidad más sutil de percepción y de discernimiento. Los griegos lo hicieron, y cuando entramos en contacto con su espíritu crítico, nos vemos obligados a reconocer que si los temas tratados por nosotros son en todos los aspectos más amplios y más variados que los suyos, su método es el único que puede servirnos para la interpretación de esos temas. Inglaterra hizo una cosa: inventó y estableció la Opinión Pública, lo cual era un ensayo para organizar la ignorancia de la sociedad, elevándola a la dignidad de fuerza física. Pero la Sabiduría sigue estando oculta para ella. Como instrumento de pensamiento, el espíritu inglés es tosco y limitado, úni¬camente el progreso del instinto crítico puede purificarlo. Y es asimismo la crítica la que hace posible, por concentración, la cultura intelectual. Coge el montón entorpecedor de obras creadoras y lo destila en una esencia más delicada. ¿Quién, dotado de cierto sentido de la forma, podría moverse entre tantos libros monstruosamente innumerables como ha pro¬ducido el mundo y en los que el pensamiento balbuce y la ignorancia vocifera? El hilo que debe guiarnos por ese fasti¬dioso laberinto está en manos de la crítica. Es más: allí donde no existen archivos, donde la historia se perdió o no fue nunca escrita, la crítica puede construir de nuevo el pasado para nosotros con ayuda del más pequeño fragmento de lenguaje o de arte, con la misma seguridad con que el hom¬bre de ciencia puede, por medio de un hueso minúsculo o gracias a la sola huella de un pie sobre una roca, crear de nuevo para nosotros el dragón alado o el lagarto Titán, cuyo paso hizo retemblar la tierra antaño, y salir de su caverna a Behemonth y hacer nadar otra vez a Leviatán por el mar aterrorizado. La prehistoria pertenece al crítico filósofo y arqueólogo. A él le son revelados los orígenes de las cosas. Los depósitos conscientes de una época inducen a error casi siempre. Gracias a la crítica filológica, conocemos mejor los siglos de los que no se conserva más documento que aquellos que nos dejaron sus rollos de pergamino. Puede ella hacer por nosotros lo que no pueden las ciencias físicas y metafí¬sicas. Puede darnos la ciencia exacta del espíritu en el curso de su desarrollo, y hacer por nosotros más que la historia. Puede decirnos lo que pensó el hombre antes de saber es¬cribir. Me ha preguntado usted qué influencia tenía la crítica. Creo haberle contestado ya, pero queda esto por decir. Ella es la que nos hace cosmopolitas. La escuela de Manchester in¬tentó hacer realizar a los hombres la fraternidad humana mostrándoles las ventajas comerciales de la paz. Ha intentado envilecer este mundo maravilloso convirtiéndolo en un vulgar mercado para el comprador y el vendedor. Se ha di¬rigido a los más bajos instintos y ha fracasado en absoluto. Se han sucedido las guerras y el credo del comerciante no ha impedido ni impedirá que Francia y Alemania hayan cho¬cado y choquen en sangrientas batallas. Otros intentan ac¬tualmente recurrir a las puras simpatías emotivas o a los dogmas superficiales de algún vago sistema de ética abstracta. Tienen sus Sociedades de la Paz, tan queridas por los senti¬mentales, y sus proposiciones de un Arbitraje internacional desarmado, tan popular entre los que no han leído nunca la Historia. Pero la simpatía emotiva pura fracasará siempre. Es demasiado variable y está demasiado unida a las pasiones. Y un consejo arbitral, que en servicio del bienestar general de la raza no pueda detentar el poder para ejecutar sus decisio¬nes, sería completamente inútil. No hay más que una cosa peor que la Injusticia, y es la justicia sin su espada en la ma¬no. Cuando el Derecho no es la Fuerza, entonces es el Mal. No son las emociones ni la codicia las que llegarán a hacer¬nos cosmopolitas; sólo llegaremos a ser superiores a los pre¬juicios raciales cultivando el hábito de la crítica intelectual. Goethe (no interprete usted mal lo que digo) fue un alemán muy especial. Amó a su país como nadie. Quería a sus con¬ciudadanos y era su guía. Y, sin embargo, cuando la férrea planta de Napoleón pisoteó los viñedos y los campos de trigo, sus labios permanecieron silenciosos. "¿Cómo pue¬den escribirse cantos de odio sin odiar?", decía él a Ecker¬mann, "y ¿cómo podría yo odiar a una de las naciones más cultas de la Tierra a la que debo una parte tan grande de mi cultura?" Esta nota que Goethe fue el primero en hacer re¬sonar en el mundo será el punto de partida, espero yo, del internacionalismo futuro. La Crítica aniquilará los prejuicios raciales, insistiendo sobre la unidad del espíritu humano en la variedad de sus formas. Cuando sintamos la tentación de guerrear con otra nación nos recordaremos que eso signifi¬caría querer destruir un elemento de nuestra propia cultura, quizá el principal. Mientras se considere la guerra como nefasta, conservará su fascinación. Cuando se la juzgue vul¬gar, cesará su popularidad. El cambio, desde luego, será lento y las gentes no se darán cuenta de él. No dirán: "No hare¬mos la guerra a Francia porque su prosa es perfecta", sino porque la prosa francesa es perfecta no odiarán a Francia. La crítica intelectual unirá a Europa con lazos más fuertes que los que pudieran forjar el tendero o el sentimental. Nos aportará la paz que nace de la comprensión. Y es más, la crítica no reconoce ningtín principio definitivo y se niega incluso a encadenarse a los fútiles sbibboleths de cualquier secta escuela; es la crítica la que crea ese carácter filosófico se¬reno, que, amante de la verdad por ella misma, ama menos por saberla inalcanzable. ¡Qué raro es un carácter así entre nosotros y cuánta falta nos hace! El espíritu inglés está siempre furioso. El intelecto de la raza se malgasta en dispu¬tas sórdidas y estúpidas o políticos de segunda o entre teó¬logos de tercera fila. Estaba reservado a un hombre de cien¬cia enseñarnos el ejemplo supremo de esa dulce moderación de que habló Arnold tan sabiamente, y ¡ay!, con tan escaso resultado. El autor del Origen de las especies tenía un espíri¬tu filosófico. Viendo las cátedras y las tribunas corrientes de Inglaterra, no puede uno dejar de sentir el desprecio de Ju¬1¡ano al Apóstata o la indiferencia de Montaigne. Estamos dominados por el fanático, cuyo mayor defecto es ser sincero. Todo cuanto concierne al libre ejercicio del espíritu se des¬conoce entre nosotros. Las gentes claman contra el pecador, cuando no es el pecador, sino el estúpido, el representante de nuestra vergüenza. No hay pecado más grave que el de la tontería.
ERNEST.- ¡Cómo se contradice usted!
GILBERT.- El crítico y a la vez artista, como el místico, es siempre un ser contradictorio. Ser bueno conforme al patrón vulgar de bondad es muy fácil. Basta para ello con cierta cantidad de cobardía sórdida, cierta falta de imaginación y cierta pasión vil por la respetabílity de la clase media. La Es¬tética es más sublime que la Política, pertenece a una esfera más espiritual. En realidad, la Estética y la Ética son la misma cosa, en la esfera de la civilización consciente, lo que es, en la esfera del mundo exterior, la selección sexual a la selección natural. La Ética, lo mismo que la selección natural hace posible la existencia. La Estética, igual que la selección sexual, hace la vida seductora y maravillosa, la llena de formas nuevas de progreso, de variedad y renovación. Y cuando alcanzamos la verdadera cultura que es nuestra finalidad, alcanzamos esa perfección con que soñaban los santos, la perfección de aquellos a quienes es imposible pecar no por las renuncia¬ciones del asceta, sino porque pueden hacer todo cuanto desean sin herir el alma ya que no pueden querer nada que la dañe. Porque el alma, esa entidad divina, puede transformar en elementos de una más amplia experiencia, o de un nuevo modo de pensamientos, actos o pasiones que serían vulgares en la gente vulgar, innobles en la gente sin educación, o viles en la gente sin pudor. ¿Es peligroso esto? ¡Sí! Todas las ideas lo son, como le he dicho. Pero la noche se consume y la luz vacila en la lámpara. No puedo, sin embargo, dejar de decir algo todavía. Ha acusado usted a la crítica de ser estéril. El siglo diecinueve es un recodo de la Historia, sencillamente a causa de la obra de dos hombres: Darwin y Renán, crítico de la Naturaleza el uno, y crítico de los Libros de Dios el otro. Desconocerlos sería no comprender la significación de una de las eras más importantes en la marcha del mundo. La Crea¬ción va siempre por detrás de la época. En realidad nuestra guía es la Crítica. El Espíritu de la Crítica y el Espíritu Uni¬versal forman las dos partes de un todo.
ERNEST.- Entonces, el que posee ese espíritu o está poseído por él, no hará nada...
GILBERT.- Es igual que la Perséfona evocada en el relato de Landor, dulce y pensativa, cuyos blancos pies están rodeados de asfódelos y de amarantos en flor, permanecerá, satisfecho, "en esa inmovilidad profunda y relajadora, que los mortales subestiman y sólo gozan los dioses". Paseará su mirada, contemplando intensamente el inundo hasta llegar a conocer su secreto. El contacto con lo divino lo divinizará. Y así tan sólo él alcanzará un modo de vivir perfecto.
ERNEST.- Usted ha hablado esta noche de cosas muy extrañas, querido Gilbert. Me ha dicho usted que es más difícil hablar de una cosa que hacerla, y que no hacer absolutamente nada es lo más difícil que hay en el mundo; me ha dicho usted que todo arte es inmoral todo pensamiento peligroso; que la crítica es más creadora que la creación misma, y que la crítica más sublime la que revela en la obra de arte lo que el artista no ha puesto en ella; que precisamente porque un hombre no puede hacer una cosa es por lo que es el juez perfecto para ella; y que el verdadero crítico es parcial, falto de sinceridad e ilógico en muchas ocasiones. Amigo mío, creo que usted es un auténtico soñador.
GILBERT.- Sí, lo admito. Soy un soñador. Porque sólo el que sueña puede hallar su camino bajo la luz de la luna y, como castigo, ve la aurora antes que el resto de los mortales.
ERNEST- ¿Como castigo?
GILBERT.- Sí, y también como recompensa. Pero mire; ya despunta un nuevo día. Abra la ventana de par en par. ¡Qué fresco es el aire de Piccadilly! La ciudad se extiende a nuestros pies como una cinta plateada. Una ligera niebla rojiza flota por encima del Parque y rojizas son las sombras que distor¬sionan la visión de las casas blancas. Es demasiado tarde para irse a dormir. Bajemos hasta Covent-Garden para ver de cerca las rosas. ¡Vamos! Su mente necesita descansar un rato.

a Lynch elephant por Athorino


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Los pibes actúan como hienas Pero las hienas no son malas Ranchean en los alrededores de la terminal Usan paco cada día, pegamento Sobreviven entre ratas y enfermedad 
El paco es como una Hiroshima

pero ahora inventaron el paco negro 
q es como el  napalm

induce al suicidio

contiene caucho







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