jueves, octubre 27, 2011

como un documento historico _ a _




Priscila es preciosa sus modos sus tetas preciosa Priscila
Es Priscila la morada de un festejo
el relajo justo
la pena muerta Priscila es
poder
póquer sin limites a tu cara de bola
actuar
que interés tenés
tintes de color azul verde blanca tenés
en la mente marítima oceánica inmoral inabarcable tenés
todo menos a tu Priscila bella en tu ojo mental prendido
e curva en vendaval
currículum vitae
como cuando me decís:
ustedes me sacan el cagazo a las trompadas
o: cuando sepan digan
Priscila, pero Priscila te falta
como un documento historico
escucho con los ojos
sandia + vino = te morís
te voy a invitar a un pic-nic nocturno
por ejemplo:
el loco se enamora de una pequeña mujer y por ella deja su locura.


miércoles, octubre 26, 2011

Bukowski: Born Into This (Subt. Español).

Milonga del marginado paranoico “POEMAS POSTUMOS” – PACO URONDO



Parece mentira
que haya llegado a tener
la culpa de todo lo que ocurre
en el mundo; pero es así. Han tratado
de disuadirme psicólogos y sociólogos de mi tiempo,
me han dado razones de peso técnico largamente
formuladas y
parcialmente ciertas. Pero
yo sé que soy culpable de los dolores
que aquí siento y recorren el mundo; de las soledades

que lo van vaciando: quisiera saltar
como Juan L. Ortiz, vociferar
como Oliverio Girondo, pero: primero, ellos me ganaron
de mano; segundo, no me sale bien y aquí
empieza todo nuevamente: otro sufrimiento
igual a diapasones y recursos
que conozco perfectamente y que no vale la pena
repetir: primero, para no emularlos; segundo, porque
tendré que ir
reconociendo que no he sabido
hacerme entender. Y esto es agudo como un ataque
que nos traga la lengua; pido entonces disculpas
por la mala impresión, por las exageraciones.

lunes, octubre 24, 2011

Llamándonos por FOGWILL

a María Eugenia C.




Y NUNCA MÁS VOLVIMOS A ENCONTRARNOS después de la famosa charla telefónica. Puse famosa porque durante mucho tiempo aquella charla fue famosa para nosotros, y porque aunque ahora ya no hablamos más de ella –porque no hablamos más– ahora siguen hablando de ella sus amigas y los novios de ella y de sus amigas. Todos hablan, la nombran; todos siguen imaginando aquella charla de mil maneras, con mil distintos desenlaces y por mucho tiempo más, pienso, seguirán charlando todos y comentándose la charla.

Pero aquella charla es más famosa para mi corazón, porque desde entonces nunca más ella y yo volvimos a vernos. ¿En Buenos Aires? ¿Es posible que en Buenos Aires, dos, nunca más hayan vuelto a encontrarse? Sí: es posible. Ni nos vimos, ni yo la vi, ni creo que tampoco ella a mí me haya visto.

Pero desde hoy serán las dos famosas: la charla y ella. Voy a nombrarla, se llama Diana Rivera Posse y fue mi amante por un tiempo: tres meses. Es una mujer alta, de ojos notables y manos grandes y ahora va a ser famosa por esta historia de la charla telefónica que comienzo a contar.

Diana: fuimos amantes por un tiempo. Nada serio. Nos encontrábamos algunos viernes. Salíamos a comer. Recuerdo que comimos en el antiguo restaurante japonés, en Bistró, en el griego de Córdoba y Montevideo y en la cantina El Viejo Pop de Mar del Plata. Dormimos juntos algunos de esos viernes –nada importante– y tres noches seguidas de aquel fin de semana largo de abril que nos fuimos al mar. Por lo demás, nos vimos poco. Algunas mañanas llamaba a mi oficina: "estoy libre", decía, y yo a veces arreglaba una cita, fingía un almuerzo de negocios y corría a abrazarla en mi piecita por unas horas. Era otoño: algunos mediodías de calor salimos apurados y sin bañarnos y al caer la tarde, en la oficina, yo sentía subir del saco olor a ella, olor a mí y olor a ensayo de bailarinas y perfumes mezclados.

Algunas veces la llamé yo. Atendía el padre o la madre y nos citábamos en un café después de la comida. Esas noches nos besábamos en el auto pero no nos acostábamos: ella debía levantarse temprano para sus clases y yo andaba arrastrando mis ganas de olvidarme de todo y sentarme a escribir. Llamo a esto escribir. Y ella ahora será famosa: todos sabrán desde hoy que en la fiesta de Caride nos acostamos en uno de los dormitorios del segundo piso con Equis –esa actriz peronista– y que enseguida se agregó a nuestro grupo Marcelo Siano, que trabaja en Wrigley's y puede atestiguarlo, y que más tarde se vino con nosotros Gonzalo Roca trayendo una botella, y que más tarde los tres hombres nos sentamos a beber directamente de la botella de Chandon, mirándolas a Diana Rivera y a la estrella peronista que jugaban a morderse y hacerse marcas como gatas mientras el novio (el que había sido su novio hasta poco antes y que me dicen que ahora ha vuelto a ser su novio) bailaba en el living de la planta baja.

No sé por qué, siempre los novios verdaderos bailan cuando las mejores cosas están sucediendo en la realidad. Me lo imagino ahora al novio bailando en algún otro lugar, musical, elástico, y sabiendo que desde hoy tiene una novia famosa: Diana. Dudo que ella lo ame.

Ni a mí me amaba. Fuimos amantes, pero no nos amamos hasta la vez de aquella charla telefónica. Me había llamado ella. Era domingo; yo estaba trabajando, cansado, y necesitaba liquidar un informe para la edición de la tarde del lunes. Ella quería que le hablase. Conté qué estaba haciendo, qué había hecho la noche anterior y lo que pensaba serían mis planes para ese día y el siguiente.

Quisimos vernos. Casi acordamos una cita, pero después dije que no, que nos veríamos el martes, que fijaríamos la cita durante la mañana del martes.

Y yo hasta aquel domingo nunca la había amado, pero esa vez la amé:

–¿Y si nos vemos en Fred's el martes?– sugería ella.
–Sí –dije–. Puede ser. y si no, te llamo a la mañana...
Y así comenzó todo: ella dijo que mis palabras la tocaban.
–¿Cómo? –pregunté .
–Me tocan –dijo ella–. Siento que me tocás: Me tocan.
Quise saber, pregunté más.
–¿Dónde te tocan?
–Ahí –contestó–, me están tocando ahí...
–Tocame vos –pedí y ella dijo que era "precioso".
–No –le dije–. Eso no me toca.
–¡Sos hermoso y precioso! –repitió.
–Tampoco toca –dije.
–¡Sos asqueroso! –probó ella.
–¿Cómo asqueroso? –pregunté yo, sintiendo algo.
–¡Como un sapo asqueroso y hermoso! -contestó.
–Puta –le dije y averigué–: ¿Te toca si te digo puta?
–Sí –dijo como un suspiro–. ¡Sí! Y cuando te hablo yo... ¿Te toco?
–No, vos no. Me toco solo. Yo, me toco –anuncié–. ¿Te toca?
–¡Baboso! –ella me dijo y:
–Tortillera –le dije yo, sintiendo que respiraba fuerte, y más (pidió que le dijera más) y yo dije "baba", "rata", "gata", "tortillera" y también que la estaba tocando:
–Te toco entre las piernas con un teléfono asqueroso negro –amenacé.
–¿Sucio? ¿Enchastrado? –indicó ella.
–Sí –le juré y entonces me di cuenta que ella estaba jadeando de verdad.
No entendía por qué; quise saber:
–¿Te estás tocando, vos...?
–No; vos me tocás. ¡Cuando hablás me tocás! –susurró ella.
–¿Será porque me toco...? –Supuse y probé: –¿A ver?
–Ahora sí –decía ella–. ¡Ahora no... ! ¡Ahora... sí!
Y acertaba siempre y jadeaba. Jadeaba más cuando decía que sí, y creo recordar que también acertaba siempre: si yo tocaba, ella decía que sí y sentía. Pero ¿dónde?
–¿Dónde? –le volví a preguntar.
–Ahí, te dije, ¡ahí...!
–¿Cómo?
–Como si yo tuviera un...
–¿Y no tenés, acaso, un...?
–Sí, pero uno igual a vos. ¡Uno igual...! –exclamó y entonces jadeó más y le dije que pronto cortaríamos la comunicación y ella dijo que también cortaría al mismo tiempo, y estoy casi seguro de que también esa primera vez cortamos juntos, al mismo tiempo.

Desde entonces no volvimos a vernos; nunca la vi, y creo que ella a mí nunca me vio. El martes, cuando la llamé desde la oficina, dijo que no quería verme. "Nunca más", dijo. "Hablame". Entonces ese mediodía fui a mi piecita y desde ahí la llamé.

Y seguimos llamándonos muchas veces. Siempre juntos, al mismo tiempo, hablábamos. Adivinaba ella cada vez, decía "sí" al tocar, como suspirando y yo también sentía que sus palabras me tocaban y eso, –ahora puedo reconocerlo–, lo aprendí de ella, pero solamente me sucedió con ella.

Siempre hablábamos. Siempre llamaba ella, a veces yo. Me sucedía una cuestión de orgullo: esperar a que llamase. Siempre llamaba ella, y si yo pasaba lejos de la piecita varios días entonces calculaba que ella había estado tratando de llamarme, y la llamaba yo. "¿Llamaste?", preguntaba. "¡Sí!", decía ella, "...pero no contestabas".

¡Cuántas veces tomé el tubo del teléfono y dije: "hola" con el tono de voz que bien sabía que la tocaba y me sorprendía alguna voz distinta preguntando por mí, por "señor Fogwill", como si el que había pronunciado aquel "hola" no hubiera sido yo!

¿Cuánto duró? Tres meses, cuatro. Para entonces, nuestra charla había comenzado a volverse famosa. Las amigas... Algunas me llamaban, decían un nombre falso, y me pedían que hablase, pero no era lo mismo. Sólo con ella –vuelvo a nombrarla– sólo con Diana, las cosas solían producirse de aquel modo. Y después todo se derrumbó. Una sola vez que nos falló, dejamos de llamarnos. Cuestión de orgullo, o miedo de que ya no pudiera tocarla con mi voz. Como ella no llamaba, tampoco llamé yo. La última vez que hablamos. sintió mi voz y dijo no, que ahora tampoco, que ya no sería más posible, que nada más valía la pena, y que ya todo se había terminado.

¿Terminado?

Ahora que todos hablan, ahora que hasta han escrito una novela con nuestro tema, ahora que todos saben la historia de la famosa charla y ahora que ella también ha comenzado a ser famosa como la charla, dudo que algo haya terminado. Creo que algo comienza: pienso que escribo y que ahora todo lo escrito vuelve a tocarla a ella y entonces vuelve eso a tocarme a mí, como un reflejo, y siento que es mejor que hayamos dejado primero de vernos, y después de hablarnos, porque hay nuevas maneras de hacernos eso, contárnoslo, mostrando a todos la verdad de lo que es nuestro amor, esta nueva manera, el mejor modo de nuestro amor.

A las amigas, a los novios de ella y de las amigas, y a todos los que escuchen en cualquier parte sus famosas grabaciones de nuestras charlas, se les formó una idea equivocada de nuestro amor. Nuestro amor no eran esas voces y ruidos que escucharon grabado tantas veces. Nuestro amor fue todo lo que hicimos y que ahora circula entre nosotros, entre todos los que en un mismo instante estaremos leyendo una vez, otra vez más, (¡más! ¡más!), la historia de la famosa charla, y a un mismo tiempo, en diferentes sitios y sobre diferentes hojas de papel, una vez más, muchas veces (más, más) de esa historia famosa de amor sintamos juntos el final.



Publicado en Don Nº 3, diciembre de 1984 y en "Muchacha Punk". © 1992 Editorial Planeta.

Decio 8A por Juan Filloy


AVISO






Una vez terminada esta novela, estando vivo el protagonista, fue sometida a su consideración.

Advertido por el que muchos datos de la realidad habían sido omitidos, confiscados o transgredidos en ella por la imaginación del autor, pedí a su arbitrio las enmiendas y agregados que la veracidad le sugiriese.

Mi solicitud ha sido satisfecha. Obedecen a ello las grabaciones que, a manera de collages, han sido incorporadas al texto con un tipo de letra distinto.

Fecho lo cual, obviamente, la peripecia cobra cabal identidad.










PRIMERA PARTE



LA ESCALERA






Cuenta el relator




Cuando Décimo Ochoa (10¼ 8A), al ingresar al Colegio Nacional, de motu proprio se convirtió en Decio Ochoa, reveló tres cosas: a) su ruptura total con la tradición familiar; b) su rebeldía a la nomenclatura ordinal que usaban sus parientes; c) su acierto al contraer elegantemente su nombre.


–¡Al carajo esa manía de numerarnos que viene desde mi bisabuelo! Desde que se le ocurrió la boludez de bautizar así a sus hijos Primo, Segundo y Quinto, los demás extremaron la nota. ¿Por qué Sexto en vez de Sixto; por qué Octavo en vez de Octavio? No los entiendo. Y menos el colmo de haber sintetizado en cifras el nombre y apellido: 1¼ 8a, 2¼ 8a, 7¼ 8a... ¡Hágame el favor!


En realidad, el albur lo había puesto en otra órbita.


La enfermedad consuntiva de su madre, sola, abandonada en un rancho desquinchado en Estación La Gilda, lo hizo a él –párvulo de meses– depositario de la compasión del vecindario.


La esposa joven de un chacarero sin hijos, se apiadó a fondo al morir Doña Novena Ochoa en la más atroz de las miserias. ¡Pium desiderium! A no ser esa decisión, el chico –una gurrumina flacucha y panzona a la vez– hubiera ido a parar al cementerio local junto con "la Nona", la popular Nona, en la fosa de las maldiciones que se cumplen. Decimo tuvo suerte. Y con todos los síntomas de la desnutrición, con todos los harapos percudidos, entró a su casa. Mejor, entró a su regazo nostálgico, nido de ternura superior a cualquier amparo seguro.


En efecto, el matrimonio de Casilda Agüero y Evaristo Puy parecía condenado a no tener hijos. Parecía... Porque sucedió lo de siempre. La mujer presunta y desencantadamente estéril, no lo era. Confluían en ella los factores inhibitorios que originan la ansiedad de ser madre. Su frustración estaba en un círculo vicioso. La feliz circunstancia de adoptar a Décimo la sacó de él. Entonces, la preocupación por cuidar, alimentar y mimar al pobre y esmirriado huerfanito, a los pocos meses de tan noble consagración obró el milagro de borrar su histeria. Y poco después, como premio quedó embarazada, exhibiendo por doquiera su rotunda gravidez como un trofeo.


La infancia y pubertad de Décimo Ochoa, en casa de sus padres adoptivos, fue la de todos los chicos que tienen la fortuna de pertenecer a un hogar normal. Normal (en apariencia), no regular; porque la regla es el desquicio de los sentimientos y el desbarajuste de la economía.


Hubo, sin embargo, graves problemas en torno al hijo postizo cuando nació el hijo legítimo. Más aún, mientras crecieron casi paralelamente en el ámbito hogareño. La preferencia natural a lo genuino comenzó la tarea paulatina de desplazar al intruso, hasta relegarlo a las sobras del afecto, a los requechos de la comodidad. Mas, como acontece a menudo, la naturaleza se venga favoreciendo al menos afortunado. Y Décimo fue el parangón saludable de las enfermedades y el ejemplo obligado de las vicisitudes escolares que padeció "su hermano", Evaristo junior.






Acota el protagonista:


–Sí, mi "hermano", entre comillas de sorna...


Siendo casi un mocoso, había advertido la diferencia de trato que nos dispensaban "mamá" y "papá". Me resultaba algo incomprensible. Tales diferencias constituían fragrantes injusticias que debía soportar sin chistar, pues, de lo contrario, se hacían más funestas con el castigo que me daban.


Data de ese entonces, más o menos, la taimada explicación de mi origen. La explicación que revela todo sin decir nada. De buenas a primeras, al festejarse los diez años de Evaristo, me ordenaron: –De hoy en adelante nos llamarás madrina y padrino. ¿Entendés?


Mentiría si consignara que sufrí con ello. No puedo quejarme. He tenido y tengo la suerte de ignorar quién fue mi padre y la suerte mayor de que mi madre –rutera y puta de rastrojo– muriese antes de fijar en mí su recuerdo. Ese doble privilegio me brindó la oportunidad de usufructuar la relativa caridad de esos padres de repuesto.


Evidentemente, habían mermado su cariño a una dosis casi mínima. Mas no pudieron negarme del todo su aprecio. Mediaba una razón importante. No sé si por don innato, por viveza o mayor atención en clase, mis calificaciones en la escuela primaria ofrecían un contraste aleccionante con las de Evaristo. Y bajo ningún concepto quisieron desaprovechar mi carácter de ladero, mi influencia de guía y consultor a mano, para el haragán de su hijo.


Pibe de catorce años, al ingresar al colegio secundario, poseía ya una filosofía personal y un propósito deliberado: pasarla lo mejor posible; no enojarme por nada; salir del paso sin rencores cuando algo mío se insinuaba como estorbo. De cualquier modo, por mal que fuera, siempre estaría mejor con ellos que llevando vida de huacho al azar de las cosas.


Convertido en recuerdo esos infortunios, desde el promontorio de libertad en que me hallo, recompongo mi pasado de hijo adaptivo. Adaptivo, no adoptivo; pues jamás "adopté" esa convivencia mezquina como cartabón de un vivir permanente.


Las disensiones, débiles al principio, se tornaron recias al matricularnos al tercer año. Mi madrina, ya madre de tres hijos y otro en viaje, era otra persona. La evoco con asco.


Recuerdo sus carnes desparramadas, sus delantales sucios y unos olores menstruales que todavía me trastornan. No dejó maldad por hacer en complicidad con Evaristo. Dedicó sus horas en mortificarme, acentuando las preferencias y el desprecio.


Una tarde, remendándome un bolsillo del pantalón, gruñó:


–Es la última vez que lo compongo. ¡Qué tanto hurgarse y hurgarse las verijas! Si llego a saber que les enseñás malas costumbres a los chicos, Dios te libre y guarde de ese pecado.


Pude contenerme. Pero unos días después, dije adiós a todo. Había resuelto emanciparme de una tutela cada vez más ominosa. Solapado, tranquilo, preparé mi plan. Tengo la certeza de haber obrado juiciosamente, como estila a veces la adolescencia que se reprende y reprime porque sí, al reverendo pedo.


Hacía frío esa madrugada de mediados de otoño. Decio se coló en el tren hasta la localidad próxima. En la estación de servicio del pueblo, acababa de descargar nafta un camión tanque. Pocas palabras bastaron. Ese transportador lo aceptó en su cabina. Había pescado su firme designio de abandonar la población en la propia confianza con que actuaba. No anduvo con titubeos. Le planteó su problema. Y lo comprendió en el acto, porque, siendo muchacho como él, pasó por un trance similar.


–Le agradezco la gauchada. Con usted o con otro, lo cierto es que hoy me iba. Estoy forrado para lo peor. Mire. Lo que más me asusta es la miseria con frío. Mire –y le mostró parte de la cintura y del busto en el cual se acolchaban las telas de dos camisetas, dos camisas, dos pullóvers y dos calzoncillos...


–¡La poronga! Parecés el afiche de los neumáticos Michelín.


A los pocos kilómetros, en la primera parada, Decio afirmó su calidad. Sin hacer nada concreto, su comedimiento en algunas minucias dióle la pauta de su reciprocidad. Limpiar parabrisas y faros del automotor no implican ningún esfuerzo, pero demuestran un afán, una voluntad de servicio. Por eso, cuando cerca de Firmat advirtió varias tuercas flojas de una rueda trasera, el transportista, mientras las ajustaba, computó la oportunidad de su observación pues impidió sin duda un accidente de graves consecuencias.


Semejante conducta le grangeó su simpatía. Y ya en la destilería de San Lorenzo, su espontánea mediación le gestionó un alojamiento provisorio en el depósito de camiones.


–Tomá, pendejo. La primera noche es siempre la más dura.


Y le entregó como cama una colchoneta de espuma de goma.








GRABACIÓN:



Nunca olvidaré a ese camionero. Se llamaba Camilo de Juan. Tenía cara de candado y puños de llave inglesa. Hice con él, durante meses, los viajes más imprevistos y extraordinarios. Su Volvo me abrió como un abanico los panoramas del país. Fuimos hasta casi las fronteras de Brasil y Paraguay. Adonde lo mandaran, yo sumaba mi curiosidad y mi desinterés. Porque jamás le acepté paga o retribución a mi ayuda y compañía. Me bastaba, como sueldo, su seguridad y experiencia; y como viático la amistad que necesitaba la fatiga y la tensión de los trayectos.


En un viaje a Concordia, detuvo el camión–tanque en lo más lindo del "Palmar". ¡Qué espectáculo! Jamás había imaginado la realidad de un oasis enorme en la orilla misma del río Uruguay.


–Paré a propósito: para que abrás la boca y los ojos ante tanta belleza. Y para que sepás también que hay palmeras machos y palmeras hembras. Pero, como entre los hippies, no se distinguen los sexos...


A propósito de sexo, debo confesar que él condujo mi iniciación en casa de unas pelanduscas de Resistencia. Bueno, de la capital del Chaco... Quiso hacerme un favor –lo supe después– para precaverme y prevenirme de las desviaciones que afligen a la juventud argentina por el cierre de los quilombos.


–Para mí fue fatal esa falta de educación sexual. ¿Sabés lo que es un chiclán?


–¿Chiclana? Sí. Prócer argentino Miembro del Directorio.


–No. Chiclán significa varón con un solo testículo. Yo soy "chiclana", como el prócer Una orquitis mal curada. Por lo que más quieras, Decio, ¡cuidate!


Mientras bajaba los párpados, dobló la cabeza. Pareció sumirse a cavilar sobre los dolores y trascendencia de esa mutilación. Quedó un buen rato así. Después, hizo un movimiento convulsivo, como queriendo espantar ideas y remembranzas. Sin éxito. Como persistían, optó por abrir la boca para que salieran. Salieron, lóbregas, tristes. Fue una coyuntura amarga entre tantas matizadas por su chispa y sus conocimientos.


Y habló, habló. Su locuacidad resentida cobró por su monotonía un desgarrante poder persuasivo Me dijo que parecíamos cortados por la misma tijera del destino; pues él también ignoraba quiénes eran o fueron sus padres. Siendo una criatura, cuando empezó a darse cuente de las cosas, vio, con el espanto sofocado de todos los chicos de la Casa Cuna, que pertenecía a una colosal familia de parias manejada a gritos, timbres y campanazos.


Desde ese entonces odió a todos los padres del mundo. A los buenos, a los mediocres y a los malos, por igual; porque la paternidad es algo natural irrenunciable. Algo natural prostituido por convencionalismos que ignoran los animales, excepto los chanchos que comen a sus hijos... Por eso, agregó:


–Cuando sorprendo en calles, plazas, cines, negocios, a madres y padres mirando a sus hijos pequeños, no puedo resistir el sainete del cariño, rechino las peores puteadas y, descreído de la farsa que veo, me cago de asco de la civilización que gozamos ...


Bronco, asordinando la voz, farfulló después las peores invectivas contra ese resumidero sensual que es la Casa Cuna. Es inimaginable la esclavitud que padece en ellas la niñez desvalida. Confrontando la mía con la suya, me instó a visitar esos antros de la piedad oficial hacia el pecado colectivo:


–Verás allí amas, ayas y empleadas de impaciencia rezongona y chirlo fulminante Administraciones de harpías y de hienas, a cargo de seres que han talado el deslumbramiento del rostro de la infancia. De seres áridos que ostentan el suyo como un erial calcinado, sin una hoja verde de sonrisa o caridad.




RELATO:



Durante los largos recorridos que hicieron en el camión-tanque manejado por Camilo de Juan, más que la vecindad de los cuerpos los unía la atención que rodaba en el camino a través del parabrisas. Sí, allí adelante, en la intemperie de las noches, mientras cae el silencio cósmico a la par del rocío, se juntaban los pensamientos de sus mentes concentradas.


Sin modular palabras, alertas al riesgo de las rutas, apenas solía distenderlos el guión de algún puente, el viento que atuza la barba de los sauces, las nubes tiznadas por la tormenta próxima o la escarcha que entumece los brazos esqueléticos de los espinillos.


El peligro acecha en los vericuetos nocturnos. Se embosca al Este y al Oeste. Salta de improviso del Sur o del Norte. Y en el instante preciso del descuido ¡zas! el desastre. Porque el mal es espectacular y prepare bien las catástrofes.


–Transportar nafta no es lo mismo que transportar vino. Jamás te dediqués a este oficio. La nafta es cruel. Nos endurece y empobrece la vida.


–Comprendo –asintió Decio. La nafta no es blanda ni generosa como el vino. En las clases de latín del Nacional aprendí en ese idioma una frase parecida, de un poeta llamado Tíbulo.


–Si la recordás, decila. Quiero oír cómo suena.


–Vinus facit dites animo, mollia corda dat. ¿Le gusta?


–A lo mejor, traducida...


–El vino enriquece las almas y ablanda los corazones.


–Ahora sí. La nafta es una dama rica y dura. Todos la respetan por violenta; porque, cuando se enfurece, no tiene compasión a nadie ni a nada. Hay muchas madres así...


El diálogo cesó. El camionero fingió contraerse en su labor. En verdad pugnaba por eludir el amargo resquemor que lo asediaba. Nunca había podido suprimir del cerebro su calidad de expósito. La memoria iba y venía a la Casa Cuna. Iba, venía, revenía insistentemente. En la coyuntura, Camilo de Juan viose niño instalado en patios sin sol, entre chicos-desiertos; en comedores sin alegría, entre chicos-pantanos; en dormitorios sin ternura, entre chicos-fantasmas. Y no pudo más. El recuerdo lo atosigó tanto que tuvo que levantar el vidrio lateral para escupir su náusea.


Decio Ochoa se había dormido, acurrucado tal un feto en la


matriz de la cabina.


Viéndolo, lo cubrió con su capote. Y solo, solo en la inmensidad de la noche, movible, dejóse ir a la deriva de sus reflexiones. Se le ocurrió entonces pensar que la madre perfecta tiene cien octanos de virtudes esenciales, como la nafta de aviación tiene cien octanos de potencia expansiva. Deslumbrado por el acierto del símil, al compás de la marcha fue hilvanando ideas y kilómetros:


–Sí, Ni más ni menos. Lo mismo que la nafta, la maternidad ofrece distintos grados de calidad. Ambos son susceptibles de perfeccionamientos sucesivos, según se las eduque o se las procese. Pero hay madres, como la mía y la tuya, de tan escaso poder que se asemejan al fuel oil, al querosén...


"No hemos tenido suerte, Decio. Cuando una madre posee nobleza de sentimientos, confluyen en sus hijitos todas las abnegaciones y sacrificios, todos los gozos y triunfos del deber. Y es porque su octanaje –quiero decir su maternaje– ostenta la máxima categoría del amor.


"No hemos tenido suerte, Decio. ¿Qué podíamos esperar amamantados por la misericordia, acunados por la filantropía, educados entre convencionalismo?..¡Puah!"


¿Sus ojos estaban turbios o era el relente sobre el parabrisas?


Hizo funcionar el aparato. Nada. Equivocado.


La yema del índice aclaró su visión.






Con Camilo de Juan aprendió Decio el oficio de vivir. El principal de todos. No hay ocupación más útil que ocuparse de sí mismo, ni cargo superior que encargarse de despreciar a los demás. Las profesiones, tareas, artesanías, apenas invisten el carácter de entretenimientos mentales o musculares. Son necesarias para nutrir o alojar a la persona humana, pero no para forjar su personalidad.


El camionero había adquirido a lo largo de los itinerarios la sagacidad que descubre el peligro y la prudencia que lo evita; la astucia que supera a la inteligencia y la rebeldía que justifica las insurrecciones del instinto. De tal suerte, cargando y descargando nafta, impregnado siempre de su típico olor de colas podridas, su pensamiento se había hecho fétido, transparente y explosivo.


Decio Ochoa, poco a poco, fue interpretando sus silencios y sus desbordes. Identificándose a su agudo equilibrio temperamental y a la maciza armonía existente entre su cuerpo y sus actitudes. Aprendió así a modular al ras del asfalto de los caminos y a discutir en las paradas de remotas poblaciones. Y doquiera fueran o llegaran, nada escapó a su curiosidad, ya en los peladares del chaco formoseño, ya en los trebolares de la pampa húmeda.


En esas andanzas, lo más importante fue para él compenetrarse de algo que intuía. Advirtió que su vinculación a Camilo de Juan era un nexo cómodo y suelto. No irrogaba un compromiso de subalterno, ni yugo de respeto, ni una coyunda de amor. Era otra sensación, otra evidencia. Ningún nudo ataba la efusión espontánea que los unía.


Esa realidad espiritual se consolidó a su lado. Supo entonces que los seres que han carecido de amor en la infancia son los mayor dotados para la amistad. Conoció lo bien que rimaba la sólida adultez del camionero con la fragilidad de su primera juventud. Y sin alcanzar a ser su alter ego, llegó a ser su adlátere imprescindible.


La amistad es una limpia comunión de afectos. El espíritu los trasvasa y se divierte en dicha reciprocidad. Por eso dura y sonríe. El amor es una sociedad pringosa. Salvo cuando arroba o embelesa, tiende siempre a prostituirse en erotismo o sexo. La amistad es línea pura; el amor un matete de trapicheos y manoseos organizado por el deseo.


La amistad de ambos, jamás fue contaminada por enojos o discrepancias. La fajina diaria convirtióse en una especie de ritual. Y la cabina del Volvo en el recinto de una liturgia practicada por un sólo fiel: la lealtad.


Los kilometrajes recorridos, aumentando las cifras disminuyeron al máximo los fastidios de antes. Camilo de Juan pensaba a la sazón:


–Francamente, le he encontrado un gusto nuevo a la vida. Siempre me han achacado que soy un tipo hosco y solitario. Es que no ven que río... Yo no sé si he sido o no feliz hasta ahora. Dicen que la felicidad está llena de días, meses y años en que no pasa nada. Será posible que la grata compañía de Decio me...


Iban llegando a Balcarce. El foco rojo del semáforo, automáticamente, frenó el camión y su pensamiento.








COLLAGE:



San Antonio de Areco (de un enviado especial)


Un saldo de dos muertos y cinco heridos –dos de los cuales se hallan en estado grave– dejó un choque producido ayer por la mañana en la ruta nacional 8 y la calle 41 de esta localidad, entre un auto particular marca Peugeot, en rumbo a la Capital Federal, y un camión–tanque, que desde Balcarce se dirigía a Santa Fe.


La violencia del impacto hizo que el automóvil diera dos vueltas y quedara en sentido inverso al que traía sobre la ruta nacional 8, al par que el camión volcara también en el lado contrario.




El accidente



El Peugeot había partido de Pergamino a las 7.30 manejado par su propietario, don Venancio Ríos. Acompañábale su esposa, Doña Julia Lebon de Ríos, y tres hijas: Clara, Celia y Clotilde, de 19, 15 y 11 años respectivamente.


Por la calle 41 –camino entre Balcarce, Buenos Aires y Santa Fe– transitaba el camión-tanque Volvo, chapa número 141728, de San Lorenzo, provincia de Santa Fe, propiedad de COTRANAF (Cooperativa de Transportadores de Nafta) conducido par el chofer Camilo de Juan, argentino de 42 años. Le acompañaba en la cabina Decio Ochoa, argentino, de 20 años.


A Las 9.20 –según información oficial– ambos vehículos enfrentaron la intersección de la ruta nacional 8 con la calle 41, donde existe un falso road-point.






Las víctimas


De inmediato, los conductores de otros vehículos que transitaban por ambas rutas y que presenciaron el accidente dieron aviso a las autoridades, las cuales acudieron enseguida lo mismo que ambulancias del hospital municipal y Clínica Morgan de la localidad.


En el momento dejó de existir el propietario del automóvil, Don Venancio Ríos, uruguayo, domiciliado en Chascomús. Al llegar al hospital falleció el camionero Camilo de Juan.


Fueron internadas en la Clínica Morgan la esposa e hijas del matrimonio, la primera con serios traumatismos y lesiones faciales, las demás con heridas internas y externas de diferente gravedad. El menor Decio Ochoa, con fractura de costillas y pierna izquierda, fue llevado al Hospital Municipal. Tanto éste como la esposa ignoran la suerte fatal de los conductores del camión y del auto.






Opiniones sobre el cruce



Vecinos del lugar, próximos al cruce de la ruta nacional 8 con el camino 41, señalan que éste no es el ni será el último accidente. "Casi todos los días choca alguien, con terribles consecuencias para algunos". Indican que el trazado del falso road-point es una trampa mortal en el kilómetro 110 de la ruta nacional 8. Urgen, pues, medidas de vialidad para orientar correctamente el tránsito y evitar estas funestas consecuencias".






(Clarín, 7–VII–196...)

En Acapulco leen



En Acapulco leen:

 
"Por los andariveles corrientes los frutos de aquella relación nacieron: pepas de luto que gritaban a cada ojo posarse en sus cuerpitos Temían tanto mal
Golpes sutiles de aquellos que no se ven a simple vista

Fueron arrancadas de raíz por manos diestras Prensiles desde la época de los monos lampiños De toda acumulada inteligencia aun sin provocar muertes organizadas en guerras bestiales
cáscaras y gas


por cántaro un vacío insondable
por palabras cobardemente calladas
el futuro mustio."

"Ferdydurke" PREFACIO por ERNESTO SÁBATO 1964

"Ferdydurke"




PREFACIO


Creo que fue en 1939 cuando por primera vez leí algo de Gombrowicz. Yo vivía aún en La Plata, donde habíamos inventado con mi amigo el astrónomo Miguel Itsigzohn un tipo de humor paranoico que denominamos margotinismo. Con los años aprendí que tales invenciones en rigor son siempre descubrimientos, y que aquella reacción un poco demencial contra un universo deshumanizado era casi inevitable. Fue por entonces cuando me llegó la revista Papeles de Buenos Aires, que dirigía Adolfo de Obieta. Con estupor leí el cuento titulado Filifor forrado de niño, de un desconocido de nombre polaco: Witold Gombrowicz. Corrí a buscar a Miguel, con la revista en la mano. Nos pareció de pronto milagroso que algo tan aparentemente descabellado como el margotinismo (y, por lo tanto, producto de la pura casualidad) pudiera surgir en otro remoto lugar de la tierra, con características tan similares.


No recuerdo ahora cómo nos encontramos, más tarde, con el propio autor de aquel relato. Era un individuo flaco, muy nervioso, que chupaba ávidamente su cigarrillo, que desdeñosamente emitía juicios arrogantes e inesperados. Parecía helado y cerebral. Era difícil adivinar debajo de esa coraza el cálido fondo humano que latía en aquel exilado vagamente conde, pero auténticamente aristócrata.


Supe entonces que Filifor formaba parte de una novela llamada Ferdydurke, que ardía por leer. Pero su autor no estaba en condiciones de hacerla traducir ni editar. Pobre, desanimado, trabajando en una oficina bancaria, caminando por las calles del Bajo, jugando partidas de ajedrez en cafés llenos de humo, nadie o casi nadie adivinaba en aquel sujeto a un formidable artista; más bien la gente se inclinaba a considerarlo como a un mistificador o a un mitómano. Hasta que una mujer (significativa paradoja para aquel irónico enemigo del género femenino), Cecilia Debenedetti, decidió e hizo posible la edición castellana del libro, que empezó a ser traducido por un grupo de creyentes. Cuando en 1947 apareció con el sello de Argos, el escritor cubano Virgilio Piñera, que por aquel tiempo vivía en Buenos Aires, escribió en la solapa: "Resulta difícil prever la suerte de este mensaje, sobre todo cuando no nos llega de París. Creo, sin embargo, que con estas breves líneas no hago otra cosa que disparar el primer tiro en la batalla que tarde o temprano van a librar los ferdydurkistas de Hispanoamérica." Hoy, cuando W. G. tiene fama mundial, es justicia rendir homenaje a aquel pequeño grupo de fervorosos que aquí advirtieron y saludaron su talento.


Las palabras de Piñera fueron lamentablemente proféticas. Es muy improbable que en la Argentina la gente se atreva a considerar genial a un escritor que no venga patentado desde París.


Por otra parte, es cierto que la obra no era de fácil acceso, sobre todo en 1946. Especie de grotesco sueño de un clown, con páginas de irresistible comicidad, con una fuerza de pronto rabelesiana, el reinado al parecer del puro absurdo, ¿cómo adivinar que en el fondo era algo así como una payasada metafísica, en que delirantemente estaban en juego los más graves dilemas de la existencia del hombre?


El autor previó y temió la incomprensión. Por lo cual juzgó conveniente un prólogo en que intentaba explicar al lector las ideas básicas de su visión del mundo. No creo, sin embargo, que el prólogo ayudara mucho. Pues si es verdad que debajo de la obra de un gran escritor hay siempre una Weltanschaung, no siempre esa concepción del universo puede expresarse en ideas claras y distintas; o, en todo caso, la natural forma de expresarla es, en el poeta, su mágica creación, lo que es algo menos pero también algo más que una filosofía, algo menos y algo más que un conjunto de conceptos: es una visión total de la realidad, en parte conceptual y en parte intuitiva, parcialmente intelectual y en sumo grado emocional y mágica. Motivo por el cual, aunque los críticos puedan ofrecernos una interpretación de las ideas de Kafka, la sola lectura de un cuento suyo nos da una vivencia de su mundo (incluso de su mundo ideológico) que ninguna exposición conceptual es capaz dc revelarnos, por extensa e inteligente que sea.


Y es precisamente esta causa la que diferencia a este escritor existencialista (que escribía su obra en 1936, cuando no tenía la menor noticia de esa doctrina) de un filósofo como Heidegger. Pues éste, en tanto que pensador, no puede sino operar con razones, siendo a la postre una especie de racionalista, inevitablemente; lo que equivale a decir que en definitiva resulta, paradójicamente, un tipo de antiexistencialista. Mientras que un escritor como W. G. simplemente es existencialista, por su sola presencia integral, por su manera de ver y sentir la realidad.


No se trata, pues, de incapacidad para las ideas: su Journal demuestra la extraordinaria inteligencia y la cantidad de ideas de este poeta. Se trata de la radical incapacidad del ensayo para reemplazar a la ficción y a la poesía, manifestaciones del espíritu que no pueden ser reducidas a los términos del pensamiento puro.


En estas condiciones, sería inconsecuente con la propia tesis que acabo de exponer todo intento de reemplazar la lectura de Ferdydurke con una serie de explicaciones. Pero, y del mismo modo que, aun sin poder sustituir la visión personal de París con palabras ajenas, se le puede decir al viajero que se fije con cuidado en tal o cual monumento o calle o mercado o rincón del Sena (perturbado y un poco atontado como está el recién venido por el tumulto, la novedad y la contingencia), se le puede advertir al lector de este libro de choque que trate de ver, en esta novela en apariencia tan descabellada, las ideas básicas que son las típicas del existencialismo: la angustia, la nada, la libertad, la autenticidad, el absurdo. Y, sobre todo, o debajo de todo, el problema típico de Gombrowicz, la categoría que es esencial en su concepción del mundo: la Inmadurez; categoría íntimamente vinculada a otra que le es obsesiva: la de la Forma.


Pues para Gombrowicz el combate capital del hombre se libra entre dos tendencias fundamentales: la que busca la Forma y la que la rechaza. La realidad no se deja encerrar totalmente en la Forma, el hombre es de tal modo caótico que necesita continuamente definirse en una forma, pero esa forma es siempre excedida por su caos. No hay pensamiento ni forma que pueda abarcar la existencia entera (y de ahí, como yo decía antes, la imposibilidad de sustituir la expresión poética o mágica de la existencia mediante el puro pensamiento abstracto). Y esta lucha entre esas dos tendencias opuestas no se realiza en un hombre solitario sino entre los hombres, pues el hombre vive en comunidad, y vivir es con-vivir; siendo las formas que adopta la consecuencia de esa ineluctable convivencia. (De paso, y como me hace notar mi mujer, esa tenaz y cálida necesidad que Gombrowicz siente por la comunicación lo aleja del existencialismo negativo de un Sartre, para acercarlo, curiosa e inesperadamente, al pensamiento de un escritor como Saint-Exupéry.)


No creo demasiado arbitrario aducir que ese combate es el que eternamente se ha librado entre el espíritu dionisíaco y el espíritu apolíneo, siendo la existencia del ser humano un como equilibrio (inestable) entre ambos, en virtud de esa ley psicológica, ya entrevista por Heráclito, de la enantiodromia, reguladora de los contrastes. Tampoco creo arriesgado suponer que lo que Gombrowicz llama la Inmadurez no es otra cosa que el espíritu dionisíaco, la potencia oscura, que desde abajo, como fuerza inferior (en el sentido psíquico y hasta teológico del vocablo, no en el sentido ético) presiona y a menudo rompe la máscara, es decir la persona, la Forma que la convivencia y la sociedad nos obliga a adoptar (una y otra vez, porque nos es imposible sobrevivir sino mediante máscaras o formas). Y así como la Inmadurez es la vida (y por lo tan to la adolescencia, el circo, el absurdo, el romanticismo, la desmesura y lo barroco), la Forma es la Madurez, pero también la fosilización, la retórica y en definitiva la muerte; una muerte (curiosa dialéctica de la existencia) que nos es imprescindible para vivir y entendernos. Hasta el punto que el mismo dionisíaco Gombrowicz debe acceder a ello, intentando finalmente expresar su caos y su ambigüedad mediante una obra de arte; que, como toda obra de arte, en última instancia es un orden, una Forma. Forma que al mismo tiempo que expresa a Gombrowicz, como a todo artista, también lo traiciona e intenta agotarlo; motivo por el cual el poeta o novelista necesita lanzarse a la creación de otra obra, y luego de otra y así ad infinitum; resultando de ese modo que el creador es superior a su obra misma, al menos hasta el momento de su muerte física.


Esta angustiosa lucha entre extremos opuestos, esta esencial antagonía del espíritu humano, se trasluce en Ferdydurke. Y el lector percibirá cómo encaja en este cuadro una escena al parecer tan descabellada como la frenéticamente cómica parte en que el Flaco pugna por explicar a sus alumnos la grandeza del poeta Slawoski, tratando de arrancarles la admiración oficial que hay en las historias del arte y en los museos por los caparazones fosilizados. De ahí también el temor al Envejecimiento de este creador a la vez viejo de mil años y conmovedoramente infantil (como todo creador, ya que la magia es atributo de la infancia y de la Inmadurez). De ahí el combate que en todas sus obras lleva contra las falsificaciones de la cultura libresca, contra la deshumanización del hombre contemporáneo, contra el esteticismo estéril del Profesor y la Academia; y no, es bueno advertirlo, como un mero problema estético sino como problema existencial y metafísico.


Hay, en fin, un aspecto en las ideas de Gombrowicz que lo hace particularmente útil para nosotros los argentinos. No hay casualidades en el reino del espíritu, ni tampoco causalidades. En buena medida el hombre es libre para construir su destino, y no creo que por puro azar este polaco haya permanecido veinticuatro años entre nosotros; ya que si pudiera admitirse como acto gratuito y contingente que Gombrowicz se embarcara en el viaje inaugural de un transatlántico polaco hacia Buenos Aires, invitado a visitar esta región del mundo, y si el hecho luego de producirse la guerra mundial no es, claro, un hecho que la voluntad de Gombrowicz pudiera haber evitado, en cambio su permanencia aquí es sí un acto que en buena medida es producto de su voluntad.


Es que nuestro país, como Polonia, forma parte de lo que en su lenguaje podríamos llamar Territorio de la Inmadurez. Y esto lo vinculo a una vieja teoría que tengo sobre lo que llamo la periferia del Renacimiento. Países como Polonia, Rusia, Noruega, Dinamarca, Suecia y España no sufrieron de modo estricto el proceso renacentista, fenómeno burgués, caracterizado por el maquinismo y la razón que tuvo su epicentro en Italia y Francia. Aquellos países mantuvieron rasgos semifeudales casi hasta este siglo, no debiendo extrañarnos que un personaje como el Quijote pocas veces haya sido bien interpretado en Francia, siendo en cambio entrañablemente sentido en Rusia. En ambos extremos de Europa, la desmesura y la sinrazón eran los restos de una mentalidad preburguesa. Y el parentesco se acentuó en la vieja Argentina de las grandes llanuras pastoriles; hasta el punto de que una novela como Ana Karenina, con sus criadores de toros de raza y sus gobernantas francesas, con sus estancieros y burócratas, podía entenderse cabalmente aquí. Y si al célebre personaje de Gontcharoff se le colo cara un mate en la mano en lugar de su eterno vaso de té ¿quién dudaría en encontrarle casi todas las características de un argentino viejo? La desorganización, un sentido del tiempo medieval, no cuantificado por el interés, la vida patriarcal de las antiguas familias, una educación afrancesada, el desdén y al propio tiempo la arrogancia por lo nacional; todo ello explica por qué un estudiante argentino entendía mejor las Memorias desde el Subterráneo (por lo menos hasta la segunda guerra mundial) que un profesor de la Sorbona, al que los personajes de Dostoievsky le resultaban nouveaux riches de la conscience, individuos poco menos que demenciales, incapaces de apreciar las ideas claras y distintas, tan disparatados como para afirmar (contra todas las tradiciones de cartesianos y ahorristas franceses) que dos más dos puede ser igual a cinco. Lo curioso, pero psicológicamente explicable, es que aquellos bárbaros moscovitas, como nuestros bárbaros aborígenes, admiraban la refinada cultura occidental, sus toros escoceses, sus novelas (¡Dostoievsky aspiraba a escribir como George Sand!), la filosofía alemana, los establecimientos de Baden-Baden y sus casinos. Y así, por los mismos motivos que nosotros, se hicieron "europeístas", rasgo tan típicamente eslavo o rioplatense como el vodka o el mate; al revés de lo que aquí sostienen algunos superficiales pensadores, que lo consideran un rasgo de enajenamiento. Los europeos no son europeístas: son simplemente europeos.


Leyendo ese Journal que debería traducirse cuanto antes, observo que mi teoría es correcta y que vale para la intelliguentsia polaca las mismas reflexiones que podemos hacer para la argentina. Allá como aquí es palpitante el problema de la inmadurez intelectual; allá como aquí se prefiere lamentarse de la situación inferior con respecto a Europa, en lugar de aceptarlo como un fecundo y poderoso punto de partida de algo original. Nosotros, como ellos, tenemos las ventajas de los países "bárbaros", por haber resguardado una vitalidad y un candor que la civilización renacentista no alcanzó a desecar. Es un hecho significativo que la formidable reacción existencial contra esa civilización se levantara precisamente en esa periferia bárbara, y bastarían los nombres de Dostoievsky, Kierkegaard, Nietzsche y Unamuno para probarlo. Polacos y argentinos estamos, sin embargo, llegando a valorar en medio de la gran crisis de nuestro tiempo (y se ve también por esto cómo "crisis" significa "enjuiciamiento") lo que cabalmente somos y lo q ue podemos represen tar en el mundo, superan do al mismo tiempo dos actitudes simultáneas e igualmente equivocadas: nuestro sentimiento de inferioridad y nuestra loca arrogancia con relación a Europa. Con toda la razón, Gombrowicz les dice a sus compatriotas en su Diario que no traten de rivalizar con Occidente y sus formas, sino que traten de tomar conciencia de la fuerza que implica su propia y no acabada forma, su propia y no acabada inmadurez; con todo lo que ello supone de fresca y franca libertad en un mundo de formas fosilizadas. En suma, recomienda y practica él mismo la barbarie dionisíaca, haciendo de su juventud e inmadurez una potencia renovadora. Buena lección para nosotros.





ERNESTO SÁBATO

Santos Lugares, julio de 1964.

W. Gombrowicz - "Ferdydurke" (1964). Ed.Sudamericana. Buenos Aires

lunes, octubre 03, 2011

Franz Kafka en pedazos

Reflexiones sobre el pecado, el dolor, la esperanza y el verdadero camino (1917-1919)


Los cuervos afirman que un sólo cuervo podría destruir los cielos. Indudablemente, es así, pero el hecho no prueba nada contra los cielos, porque los cielos no significan otra cosa que la imposibilidad de cuervos.