lunes, octubre 24, 2011

Decio 8A por Juan Filloy


AVISO






Una vez terminada esta novela, estando vivo el protagonista, fue sometida a su consideración.

Advertido por el que muchos datos de la realidad habían sido omitidos, confiscados o transgredidos en ella por la imaginación del autor, pedí a su arbitrio las enmiendas y agregados que la veracidad le sugiriese.

Mi solicitud ha sido satisfecha. Obedecen a ello las grabaciones que, a manera de collages, han sido incorporadas al texto con un tipo de letra distinto.

Fecho lo cual, obviamente, la peripecia cobra cabal identidad.










PRIMERA PARTE



LA ESCALERA






Cuenta el relator




Cuando Décimo Ochoa (10¼ 8A), al ingresar al Colegio Nacional, de motu proprio se convirtió en Decio Ochoa, reveló tres cosas: a) su ruptura total con la tradición familiar; b) su rebeldía a la nomenclatura ordinal que usaban sus parientes; c) su acierto al contraer elegantemente su nombre.


–¡Al carajo esa manía de numerarnos que viene desde mi bisabuelo! Desde que se le ocurrió la boludez de bautizar así a sus hijos Primo, Segundo y Quinto, los demás extremaron la nota. ¿Por qué Sexto en vez de Sixto; por qué Octavo en vez de Octavio? No los entiendo. Y menos el colmo de haber sintetizado en cifras el nombre y apellido: 1¼ 8a, 2¼ 8a, 7¼ 8a... ¡Hágame el favor!


En realidad, el albur lo había puesto en otra órbita.


La enfermedad consuntiva de su madre, sola, abandonada en un rancho desquinchado en Estación La Gilda, lo hizo a él –párvulo de meses– depositario de la compasión del vecindario.


La esposa joven de un chacarero sin hijos, se apiadó a fondo al morir Doña Novena Ochoa en la más atroz de las miserias. ¡Pium desiderium! A no ser esa decisión, el chico –una gurrumina flacucha y panzona a la vez– hubiera ido a parar al cementerio local junto con "la Nona", la popular Nona, en la fosa de las maldiciones que se cumplen. Decimo tuvo suerte. Y con todos los síntomas de la desnutrición, con todos los harapos percudidos, entró a su casa. Mejor, entró a su regazo nostálgico, nido de ternura superior a cualquier amparo seguro.


En efecto, el matrimonio de Casilda Agüero y Evaristo Puy parecía condenado a no tener hijos. Parecía... Porque sucedió lo de siempre. La mujer presunta y desencantadamente estéril, no lo era. Confluían en ella los factores inhibitorios que originan la ansiedad de ser madre. Su frustración estaba en un círculo vicioso. La feliz circunstancia de adoptar a Décimo la sacó de él. Entonces, la preocupación por cuidar, alimentar y mimar al pobre y esmirriado huerfanito, a los pocos meses de tan noble consagración obró el milagro de borrar su histeria. Y poco después, como premio quedó embarazada, exhibiendo por doquiera su rotunda gravidez como un trofeo.


La infancia y pubertad de Décimo Ochoa, en casa de sus padres adoptivos, fue la de todos los chicos que tienen la fortuna de pertenecer a un hogar normal. Normal (en apariencia), no regular; porque la regla es el desquicio de los sentimientos y el desbarajuste de la economía.


Hubo, sin embargo, graves problemas en torno al hijo postizo cuando nació el hijo legítimo. Más aún, mientras crecieron casi paralelamente en el ámbito hogareño. La preferencia natural a lo genuino comenzó la tarea paulatina de desplazar al intruso, hasta relegarlo a las sobras del afecto, a los requechos de la comodidad. Mas, como acontece a menudo, la naturaleza se venga favoreciendo al menos afortunado. Y Décimo fue el parangón saludable de las enfermedades y el ejemplo obligado de las vicisitudes escolares que padeció "su hermano", Evaristo junior.






Acota el protagonista:


–Sí, mi "hermano", entre comillas de sorna...


Siendo casi un mocoso, había advertido la diferencia de trato que nos dispensaban "mamá" y "papá". Me resultaba algo incomprensible. Tales diferencias constituían fragrantes injusticias que debía soportar sin chistar, pues, de lo contrario, se hacían más funestas con el castigo que me daban.


Data de ese entonces, más o menos, la taimada explicación de mi origen. La explicación que revela todo sin decir nada. De buenas a primeras, al festejarse los diez años de Evaristo, me ordenaron: –De hoy en adelante nos llamarás madrina y padrino. ¿Entendés?


Mentiría si consignara que sufrí con ello. No puedo quejarme. He tenido y tengo la suerte de ignorar quién fue mi padre y la suerte mayor de que mi madre –rutera y puta de rastrojo– muriese antes de fijar en mí su recuerdo. Ese doble privilegio me brindó la oportunidad de usufructuar la relativa caridad de esos padres de repuesto.


Evidentemente, habían mermado su cariño a una dosis casi mínima. Mas no pudieron negarme del todo su aprecio. Mediaba una razón importante. No sé si por don innato, por viveza o mayor atención en clase, mis calificaciones en la escuela primaria ofrecían un contraste aleccionante con las de Evaristo. Y bajo ningún concepto quisieron desaprovechar mi carácter de ladero, mi influencia de guía y consultor a mano, para el haragán de su hijo.


Pibe de catorce años, al ingresar al colegio secundario, poseía ya una filosofía personal y un propósito deliberado: pasarla lo mejor posible; no enojarme por nada; salir del paso sin rencores cuando algo mío se insinuaba como estorbo. De cualquier modo, por mal que fuera, siempre estaría mejor con ellos que llevando vida de huacho al azar de las cosas.


Convertido en recuerdo esos infortunios, desde el promontorio de libertad en que me hallo, recompongo mi pasado de hijo adaptivo. Adaptivo, no adoptivo; pues jamás "adopté" esa convivencia mezquina como cartabón de un vivir permanente.


Las disensiones, débiles al principio, se tornaron recias al matricularnos al tercer año. Mi madrina, ya madre de tres hijos y otro en viaje, era otra persona. La evoco con asco.


Recuerdo sus carnes desparramadas, sus delantales sucios y unos olores menstruales que todavía me trastornan. No dejó maldad por hacer en complicidad con Evaristo. Dedicó sus horas en mortificarme, acentuando las preferencias y el desprecio.


Una tarde, remendándome un bolsillo del pantalón, gruñó:


–Es la última vez que lo compongo. ¡Qué tanto hurgarse y hurgarse las verijas! Si llego a saber que les enseñás malas costumbres a los chicos, Dios te libre y guarde de ese pecado.


Pude contenerme. Pero unos días después, dije adiós a todo. Había resuelto emanciparme de una tutela cada vez más ominosa. Solapado, tranquilo, preparé mi plan. Tengo la certeza de haber obrado juiciosamente, como estila a veces la adolescencia que se reprende y reprime porque sí, al reverendo pedo.


Hacía frío esa madrugada de mediados de otoño. Decio se coló en el tren hasta la localidad próxima. En la estación de servicio del pueblo, acababa de descargar nafta un camión tanque. Pocas palabras bastaron. Ese transportador lo aceptó en su cabina. Había pescado su firme designio de abandonar la población en la propia confianza con que actuaba. No anduvo con titubeos. Le planteó su problema. Y lo comprendió en el acto, porque, siendo muchacho como él, pasó por un trance similar.


–Le agradezco la gauchada. Con usted o con otro, lo cierto es que hoy me iba. Estoy forrado para lo peor. Mire. Lo que más me asusta es la miseria con frío. Mire –y le mostró parte de la cintura y del busto en el cual se acolchaban las telas de dos camisetas, dos camisas, dos pullóvers y dos calzoncillos...


–¡La poronga! Parecés el afiche de los neumáticos Michelín.


A los pocos kilómetros, en la primera parada, Decio afirmó su calidad. Sin hacer nada concreto, su comedimiento en algunas minucias dióle la pauta de su reciprocidad. Limpiar parabrisas y faros del automotor no implican ningún esfuerzo, pero demuestran un afán, una voluntad de servicio. Por eso, cuando cerca de Firmat advirtió varias tuercas flojas de una rueda trasera, el transportista, mientras las ajustaba, computó la oportunidad de su observación pues impidió sin duda un accidente de graves consecuencias.


Semejante conducta le grangeó su simpatía. Y ya en la destilería de San Lorenzo, su espontánea mediación le gestionó un alojamiento provisorio en el depósito de camiones.


–Tomá, pendejo. La primera noche es siempre la más dura.


Y le entregó como cama una colchoneta de espuma de goma.








GRABACIÓN:



Nunca olvidaré a ese camionero. Se llamaba Camilo de Juan. Tenía cara de candado y puños de llave inglesa. Hice con él, durante meses, los viajes más imprevistos y extraordinarios. Su Volvo me abrió como un abanico los panoramas del país. Fuimos hasta casi las fronteras de Brasil y Paraguay. Adonde lo mandaran, yo sumaba mi curiosidad y mi desinterés. Porque jamás le acepté paga o retribución a mi ayuda y compañía. Me bastaba, como sueldo, su seguridad y experiencia; y como viático la amistad que necesitaba la fatiga y la tensión de los trayectos.


En un viaje a Concordia, detuvo el camión–tanque en lo más lindo del "Palmar". ¡Qué espectáculo! Jamás había imaginado la realidad de un oasis enorme en la orilla misma del río Uruguay.


–Paré a propósito: para que abrás la boca y los ojos ante tanta belleza. Y para que sepás también que hay palmeras machos y palmeras hembras. Pero, como entre los hippies, no se distinguen los sexos...


A propósito de sexo, debo confesar que él condujo mi iniciación en casa de unas pelanduscas de Resistencia. Bueno, de la capital del Chaco... Quiso hacerme un favor –lo supe después– para precaverme y prevenirme de las desviaciones que afligen a la juventud argentina por el cierre de los quilombos.


–Para mí fue fatal esa falta de educación sexual. ¿Sabés lo que es un chiclán?


–¿Chiclana? Sí. Prócer argentino Miembro del Directorio.


–No. Chiclán significa varón con un solo testículo. Yo soy "chiclana", como el prócer Una orquitis mal curada. Por lo que más quieras, Decio, ¡cuidate!


Mientras bajaba los párpados, dobló la cabeza. Pareció sumirse a cavilar sobre los dolores y trascendencia de esa mutilación. Quedó un buen rato así. Después, hizo un movimiento convulsivo, como queriendo espantar ideas y remembranzas. Sin éxito. Como persistían, optó por abrir la boca para que salieran. Salieron, lóbregas, tristes. Fue una coyuntura amarga entre tantas matizadas por su chispa y sus conocimientos.


Y habló, habló. Su locuacidad resentida cobró por su monotonía un desgarrante poder persuasivo Me dijo que parecíamos cortados por la misma tijera del destino; pues él también ignoraba quiénes eran o fueron sus padres. Siendo una criatura, cuando empezó a darse cuente de las cosas, vio, con el espanto sofocado de todos los chicos de la Casa Cuna, que pertenecía a una colosal familia de parias manejada a gritos, timbres y campanazos.


Desde ese entonces odió a todos los padres del mundo. A los buenos, a los mediocres y a los malos, por igual; porque la paternidad es algo natural irrenunciable. Algo natural prostituido por convencionalismos que ignoran los animales, excepto los chanchos que comen a sus hijos... Por eso, agregó:


–Cuando sorprendo en calles, plazas, cines, negocios, a madres y padres mirando a sus hijos pequeños, no puedo resistir el sainete del cariño, rechino las peores puteadas y, descreído de la farsa que veo, me cago de asco de la civilización que gozamos ...


Bronco, asordinando la voz, farfulló después las peores invectivas contra ese resumidero sensual que es la Casa Cuna. Es inimaginable la esclavitud que padece en ellas la niñez desvalida. Confrontando la mía con la suya, me instó a visitar esos antros de la piedad oficial hacia el pecado colectivo:


–Verás allí amas, ayas y empleadas de impaciencia rezongona y chirlo fulminante Administraciones de harpías y de hienas, a cargo de seres que han talado el deslumbramiento del rostro de la infancia. De seres áridos que ostentan el suyo como un erial calcinado, sin una hoja verde de sonrisa o caridad.




RELATO:



Durante los largos recorridos que hicieron en el camión-tanque manejado por Camilo de Juan, más que la vecindad de los cuerpos los unía la atención que rodaba en el camino a través del parabrisas. Sí, allí adelante, en la intemperie de las noches, mientras cae el silencio cósmico a la par del rocío, se juntaban los pensamientos de sus mentes concentradas.


Sin modular palabras, alertas al riesgo de las rutas, apenas solía distenderlos el guión de algún puente, el viento que atuza la barba de los sauces, las nubes tiznadas por la tormenta próxima o la escarcha que entumece los brazos esqueléticos de los espinillos.


El peligro acecha en los vericuetos nocturnos. Se embosca al Este y al Oeste. Salta de improviso del Sur o del Norte. Y en el instante preciso del descuido ¡zas! el desastre. Porque el mal es espectacular y prepare bien las catástrofes.


–Transportar nafta no es lo mismo que transportar vino. Jamás te dediqués a este oficio. La nafta es cruel. Nos endurece y empobrece la vida.


–Comprendo –asintió Decio. La nafta no es blanda ni generosa como el vino. En las clases de latín del Nacional aprendí en ese idioma una frase parecida, de un poeta llamado Tíbulo.


–Si la recordás, decila. Quiero oír cómo suena.


–Vinus facit dites animo, mollia corda dat. ¿Le gusta?


–A lo mejor, traducida...


–El vino enriquece las almas y ablanda los corazones.


–Ahora sí. La nafta es una dama rica y dura. Todos la respetan por violenta; porque, cuando se enfurece, no tiene compasión a nadie ni a nada. Hay muchas madres así...


El diálogo cesó. El camionero fingió contraerse en su labor. En verdad pugnaba por eludir el amargo resquemor que lo asediaba. Nunca había podido suprimir del cerebro su calidad de expósito. La memoria iba y venía a la Casa Cuna. Iba, venía, revenía insistentemente. En la coyuntura, Camilo de Juan viose niño instalado en patios sin sol, entre chicos-desiertos; en comedores sin alegría, entre chicos-pantanos; en dormitorios sin ternura, entre chicos-fantasmas. Y no pudo más. El recuerdo lo atosigó tanto que tuvo que levantar el vidrio lateral para escupir su náusea.


Decio Ochoa se había dormido, acurrucado tal un feto en la


matriz de la cabina.


Viéndolo, lo cubrió con su capote. Y solo, solo en la inmensidad de la noche, movible, dejóse ir a la deriva de sus reflexiones. Se le ocurrió entonces pensar que la madre perfecta tiene cien octanos de virtudes esenciales, como la nafta de aviación tiene cien octanos de potencia expansiva. Deslumbrado por el acierto del símil, al compás de la marcha fue hilvanando ideas y kilómetros:


–Sí, Ni más ni menos. Lo mismo que la nafta, la maternidad ofrece distintos grados de calidad. Ambos son susceptibles de perfeccionamientos sucesivos, según se las eduque o se las procese. Pero hay madres, como la mía y la tuya, de tan escaso poder que se asemejan al fuel oil, al querosén...


"No hemos tenido suerte, Decio. Cuando una madre posee nobleza de sentimientos, confluyen en sus hijitos todas las abnegaciones y sacrificios, todos los gozos y triunfos del deber. Y es porque su octanaje –quiero decir su maternaje– ostenta la máxima categoría del amor.


"No hemos tenido suerte, Decio. ¿Qué podíamos esperar amamantados por la misericordia, acunados por la filantropía, educados entre convencionalismo?..¡Puah!"


¿Sus ojos estaban turbios o era el relente sobre el parabrisas?


Hizo funcionar el aparato. Nada. Equivocado.


La yema del índice aclaró su visión.






Con Camilo de Juan aprendió Decio el oficio de vivir. El principal de todos. No hay ocupación más útil que ocuparse de sí mismo, ni cargo superior que encargarse de despreciar a los demás. Las profesiones, tareas, artesanías, apenas invisten el carácter de entretenimientos mentales o musculares. Son necesarias para nutrir o alojar a la persona humana, pero no para forjar su personalidad.


El camionero había adquirido a lo largo de los itinerarios la sagacidad que descubre el peligro y la prudencia que lo evita; la astucia que supera a la inteligencia y la rebeldía que justifica las insurrecciones del instinto. De tal suerte, cargando y descargando nafta, impregnado siempre de su típico olor de colas podridas, su pensamiento se había hecho fétido, transparente y explosivo.


Decio Ochoa, poco a poco, fue interpretando sus silencios y sus desbordes. Identificándose a su agudo equilibrio temperamental y a la maciza armonía existente entre su cuerpo y sus actitudes. Aprendió así a modular al ras del asfalto de los caminos y a discutir en las paradas de remotas poblaciones. Y doquiera fueran o llegaran, nada escapó a su curiosidad, ya en los peladares del chaco formoseño, ya en los trebolares de la pampa húmeda.


En esas andanzas, lo más importante fue para él compenetrarse de algo que intuía. Advirtió que su vinculación a Camilo de Juan era un nexo cómodo y suelto. No irrogaba un compromiso de subalterno, ni yugo de respeto, ni una coyunda de amor. Era otra sensación, otra evidencia. Ningún nudo ataba la efusión espontánea que los unía.


Esa realidad espiritual se consolidó a su lado. Supo entonces que los seres que han carecido de amor en la infancia son los mayor dotados para la amistad. Conoció lo bien que rimaba la sólida adultez del camionero con la fragilidad de su primera juventud. Y sin alcanzar a ser su alter ego, llegó a ser su adlátere imprescindible.


La amistad es una limpia comunión de afectos. El espíritu los trasvasa y se divierte en dicha reciprocidad. Por eso dura y sonríe. El amor es una sociedad pringosa. Salvo cuando arroba o embelesa, tiende siempre a prostituirse en erotismo o sexo. La amistad es línea pura; el amor un matete de trapicheos y manoseos organizado por el deseo.


La amistad de ambos, jamás fue contaminada por enojos o discrepancias. La fajina diaria convirtióse en una especie de ritual. Y la cabina del Volvo en el recinto de una liturgia practicada por un sólo fiel: la lealtad.


Los kilometrajes recorridos, aumentando las cifras disminuyeron al máximo los fastidios de antes. Camilo de Juan pensaba a la sazón:


–Francamente, le he encontrado un gusto nuevo a la vida. Siempre me han achacado que soy un tipo hosco y solitario. Es que no ven que río... Yo no sé si he sido o no feliz hasta ahora. Dicen que la felicidad está llena de días, meses y años en que no pasa nada. Será posible que la grata compañía de Decio me...


Iban llegando a Balcarce. El foco rojo del semáforo, automáticamente, frenó el camión y su pensamiento.








COLLAGE:



San Antonio de Areco (de un enviado especial)


Un saldo de dos muertos y cinco heridos –dos de los cuales se hallan en estado grave– dejó un choque producido ayer por la mañana en la ruta nacional 8 y la calle 41 de esta localidad, entre un auto particular marca Peugeot, en rumbo a la Capital Federal, y un camión–tanque, que desde Balcarce se dirigía a Santa Fe.


La violencia del impacto hizo que el automóvil diera dos vueltas y quedara en sentido inverso al que traía sobre la ruta nacional 8, al par que el camión volcara también en el lado contrario.




El accidente



El Peugeot había partido de Pergamino a las 7.30 manejado par su propietario, don Venancio Ríos. Acompañábale su esposa, Doña Julia Lebon de Ríos, y tres hijas: Clara, Celia y Clotilde, de 19, 15 y 11 años respectivamente.


Por la calle 41 –camino entre Balcarce, Buenos Aires y Santa Fe– transitaba el camión-tanque Volvo, chapa número 141728, de San Lorenzo, provincia de Santa Fe, propiedad de COTRANAF (Cooperativa de Transportadores de Nafta) conducido par el chofer Camilo de Juan, argentino de 42 años. Le acompañaba en la cabina Decio Ochoa, argentino, de 20 años.


A Las 9.20 –según información oficial– ambos vehículos enfrentaron la intersección de la ruta nacional 8 con la calle 41, donde existe un falso road-point.






Las víctimas


De inmediato, los conductores de otros vehículos que transitaban por ambas rutas y que presenciaron el accidente dieron aviso a las autoridades, las cuales acudieron enseguida lo mismo que ambulancias del hospital municipal y Clínica Morgan de la localidad.


En el momento dejó de existir el propietario del automóvil, Don Venancio Ríos, uruguayo, domiciliado en Chascomús. Al llegar al hospital falleció el camionero Camilo de Juan.


Fueron internadas en la Clínica Morgan la esposa e hijas del matrimonio, la primera con serios traumatismos y lesiones faciales, las demás con heridas internas y externas de diferente gravedad. El menor Decio Ochoa, con fractura de costillas y pierna izquierda, fue llevado al Hospital Municipal. Tanto éste como la esposa ignoran la suerte fatal de los conductores del camión y del auto.






Opiniones sobre el cruce



Vecinos del lugar, próximos al cruce de la ruta nacional 8 con el camino 41, señalan que éste no es el ni será el último accidente. "Casi todos los días choca alguien, con terribles consecuencias para algunos". Indican que el trazado del falso road-point es una trampa mortal en el kilómetro 110 de la ruta nacional 8. Urgen, pues, medidas de vialidad para orientar correctamente el tránsito y evitar estas funestas consecuencias".






(Clarín, 7–VII–196...)

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