Lo de Germán ocurrió el primer día, al bajar yo del
avión. Me invitó a cenar y se emborrachó. Yo no me di cuenta de su
“pérdida de la razón”. Como estoy (mal)acostumbrado a ser yo el beodo,
no tuve la calidad suficiente para comprender que Germán, más que
emborracharse, se había intoxicado. Me golpeó sin aviso y, se supone,
adrede, en la cara; yo le avisé que iba a defenderme, y en el trámite
terrorífico de querer contener su avalancha de golpes, sin querer le
rompí un brazo (como me enteré días después, y entonces comprendí por
qué no quería verme: para mí no pasaba la cosa de un incidente de
borrachos). Pero nadie va a creerme este “sin querer”.
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