Fue
momento inaugural, el de la primera menstruación. ¡Qué entrecruzamiento de
dolor e incertidumbre, de anhelos y decepciones! Siente de repente la niña, a
mitad de la clase de matemáticas, un corrimiento en sus entrañas, un revolcón
en sus vísceras que no sabe localizar y que la profesora diagnostica como
ataque de apendicitis. El mundo circundante pierde concreción, y la niña se
desangra entre vahídos, sofocada de soles que no existen, porque nos hallamos
en pleno mes de diciembre. ¡Qué momento para la eternidad, el de la niña
traspasada por el sable de su primera menstruación, desvanecida en brazos de
esa maestra que no ve más allá de la cuadratura del círculo y el tres catorce
dieciséis! ¡Qué flor de improvisada densidad el flujo que le sale de dentro y
le va mojando las bragas y más tarde el pantalón vaquero! ¡Qué charco paulatino
el de la primera menstruación sobre la silla del pupitre! ¡Qué planeta de
sangre! Hay que esperar a que una compañera de clase (generalmente repetidora)
caiga en el enigma de la hemorragia y aporte una minievax firme y segura, un
tampón, una esponja, un papel secante, lo que sea, para restañar esa herida que
volverá a abrirse cuando la luna complete otro ciclo. ¡Qué coño tan digno el de
la niña que padece su primera menstruación! ¡Qué ovarios los suyos, íntimos y
recogidos en su vientre todavía intacto, qué llanto el de la sangre luctuosa
que llora por ese primer óvulo que murió sin haber sido fecundado!
¡Qué momento, Dios!
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