Recogieron cada uno sus relojes; él,
incomodo, guardó su celular (demasiado
pequeño para ser bien apreciado, ni
siquiera un reloj era; razón por la cual
en inferioridad de condiciones yacía
socavando su valía, postrado a una actitud
sumisa
de la cual le costaría algún tiempito salir.
Pobrecito dirigente de un ex país gigantesco,
abrigado por las montañas y las guerras.
Cuando se columpiaba entre la teca y la honra;
desoída al tener el poder él.
Ay, se dijo, ay…).
Atravesó los montes de miedo. Penetró en el
bosque de letras, para al fin, llegar donde todo cesa y es. Ahí aguardó una
señal.
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